Ayer teníamos esa gran fiesta de la Inmaculada Concepción y hoy nos presenta la Iglesia un evangelio cortito, pero que nos da una pista también de la memoria que tenemos el día de hoy. Dice:
“Jesús dijo a sus discípulos: ¿Qué les parece si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se pierde ¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña para ir a buscar a la que se extravió? Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron. De la misma manera el Padre que está en los cielos no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños”
(Mt 18, 12-14).
Señor, Tú haces esto buscándonos a todos. Y por eso te decimos:
“Ven, Señor Jesús, busca a tu siervo, busca a tu oveja fatigada. Ven, pastor. Mientras Tú te retrasas por los montes, tu oveja va errante. Deja entonces a las noventa y nueve restantes, porque son tuyas, y ven a buscar a la única que se ha perdido. Ven y sin hacerte ayudar, sin hacerte anunciar, ahora es a ti a quien espero.”
Estas palabras que son de san Ambrosio, del año 340, nos enseñan cómo el Señor sale a la búsqueda de las almas un poco más perdidas, que alguna vez hemos sido tú y yo seguramente, y que a lo largo de la historia han sido tantas personas porque tenemos esa tendencia, a veces, a perdernos.
SANTO INDÍGENA
Hoy encontramos la memoria de san Juan Diego. Como estamos ya también cerca del 12 de diciembre que es la Virgen de Guadalupe, hoy, el 9 de diciembre, se celebra al indito san Juan Diego. Y cerca de la festividad de la Inmaculada Concepción, la Iglesia celebra hoy la existencia de san Juan Diego, que pervive para siempre vinculado también a la Virgen María. Claro, bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe.
Este santo indígena encarna en sí mismo una de las hermosísimas historias de amor que yo creo que nos conmueven a todos poderosamente. Recuerdo en la universidad, cuando nos hablaban de Juan Diego, había un seminario del texto tan antiguo que se conserva de la historia de la Virgen de Guadalupe, y la delicadeza con la que se presenta a Juan Diego realmente era una cosa que te conmovía.
Sabemos que nació en el reino de Texcoco que antes estaba regido por los aztecas, hacia el año 1474. Y debía llevar escrito en su nombre, que significa “águila que habla”, la nobleza de esa majestuosa ave que vuela desafiando las tempestades.
Era un indio de la etnia de los chichimecas, un hombre muy sencillo, sin doblez alguna. Imagínate que tenían apenas pocos años que habían conocido al verdadero Dios y sin embargo ya tenía una fe robusta. Era un hombre humilde, generoso, un hombre inocente que cuando conoció a los franciscanos se quiso bautizar y abrazó la fe para siempre, encarnando las enseñanzas que recibía con total fidelidad.
JUAN DIEGUITO

Un digno hijo de Dios que no dudaba en recorrer 20 kilómetros los sábados y los domingos para ir profundizando en la doctrina de la Iglesia y para asistir a la santa misa. Tuvo la gracia de que su esposa, que se llamaba María Lucía, compartiera también con él su fe. Y ambos, enamorados de la castidad, después de haber sido bautizados, se calcula hacia el 1524 o 1525, determinaron vivir en perfecta continencia.
María Lucía, murió en 1529 y Juan Diego se fue a vivir junto con su tío Juan Bernardino, que vivía en Tulpelac, a 14 kilómetros de una iglesia, la cual hacía que ya esté más cerca del camino que tenía que recorrer para llegar al templo.
Señor, tú haces que la Virgen se fije en este virtuoso indito, Juan Diego, para encomendarle una misión. Serán cuatro apariciones que sellan esa conversación tan bonita que tuvo lugar entre tu Madre y Juan Diego. Se calcula que tendría en ese entonces, Juan Diego, 57 años, que era ya una edad avanzada para la época.
El sábado 9 de diciembre de 1531 se dirigió a la iglesia. Caminaba, como era costumbre, descalzo y estaba resguardado del frío con una tilma, que era una sencilla manta. Y cuando bordeaba el Tepeyac, esa montaña, escuchó esa tierna voz de María dirigiendo su nombre en lengua náhuatl que decía: “Juanito, Juan Dieguito”, esta forma de los diminutivos tan nuestra en Latinoamérica.
PRIMERA APARICIÓN
Entonces Juan Diego ascendió a la cumbre y ella le dijo que era
“la perfecta, siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios”.
Además, le encomendó que vaya donde el obispo, don Juan de Zumárraga, para que erigiese ahí mismo una iglesia. Juan Diego obedeció; fue en busca del obispo y se quedó esperándole, y afrontó todas las dificultades que le pusieron para hablar con el obispo, que no fueron pocas, y al transmitirle el hecho sobrenatural y el mensaje recibido, el obispo reaccionó con total incredulidad.
Juan Diego volvió al lugar al día siguiente y le dijo a la Virgen lo sucedido. Y le dijo humildemente que tendría que buscar otra persona más notable, digamos, porque él se consideraba un pobre hombrecillo. Pero María insistió. Claro que podía elegir entre muchos otros, pero tenía que ser él quien transmitiera al obispo su voluntad.
De nuevo,
“dile de qué modo yo personalmente la siempre Virgen Santa María, yo que soy la Madre de Dios, te mando”.
Llegó el 12 de diciembre y una vez más fue entrevistarse con el obispo y este le rogó que le demostrase lo que estaba diciendo.
JUAN DIEGO CREYÓ

Juan Diego regresó a su casa y ahí es cuando encuentra a su tío moribundo, que le pide que se vaya a la capital para traer un sacerdote para que le dé la bendición. Y claro, ya no acude a donde estaba la Virgen sino que se va directamente.
Ahí es cuando la Virgen le aborda en el sendero y Juan Diego, impresionado y arrepentido con toda sencillez, expresa esa angustia y el motivo que le indujo a actuar de esa forma y nuestra Madre le consoló y le animó a seguir con el mensaje que le había dado, porque su tío sanaría, como así fue.
Por lo demás, enterada de ese empecimiento del obispo, indicó a Juan Diego que subiera la colina para recoger flores y llevárselas. Y ahí es cuando se da ese misterio.
Pero fíjate qué bonito porque Juan Diego creyó, obedeció e hizo todo, ese frondoso ramo que portó en su tilma y la Virgen lo tomó en sus manos y nuevamente depositó las flores en ella. Luego se lo llevó al obispo y se produce ese gran milagro que hasta ahora podemos contemplar en la Virgen de Guadalupe, en la Villa ahí en México.
DEJA LOS NOVENTA Y NUEVE
Juan Diego estaba en la Basílica antigua, y la Iglesia ha reconocido la santidad de vida de Juan Diego; un hombre ya mayor que recibe un encargo de la Virgen difícil y que no se hace el sordo.
Por eso vemos cómo la Virgen actúa también como el Evangelio que acabamos de leer, que es lo mismo: se deja los noventa y nueve por el que se está desviando.
Señora, te pedimos a ti que nos ayudes en este Adviento a no desviarnos, a enderezar las sendas, como nos pide también este tiempo de Adviento, para ser como Juan Diego, hombres y mujeres que te buscan con corazón, que son humildes, que quieren aceptar esa voluntad de Dios para cumplir qué es lo que Dios quiere para cada uno de nosotros.
Te pedimos, Virgen, que nos ayudes a parecernos un poco a Juan Dieguito, al que tú tanto quisiste, para que nosotros también sepamos seguir tus indicaciones.



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