Poco a poco me fui acostumbrando al nuevo título y me he dado cuenta de que ha sido acertado, porque a medida que me he ido haciendo más amiga, más hija de Jesús, más deseosa de compartirle mis cosas, me he percatado de que no son diez minutos los que necesitamos para hablar con Él, sino por lo menos la mitad de los 1440 minutos que tiene un día.
Cuando Jesús entra a tu vida, a tus pensamientos a tu alma, aprendes a Hablar con Jesús.
Apenas abres tus ojos, cuando te diriges al baño, cuando te lavas los dientes, cuando haces los quehaceres de la casa, cuando manejas el auto, cuando lees, cuando no puedes dormir, cuando te sientas a la mesa y escuchas a una niña de cinco años bendecir los alimentos, cuando caminas por la calle, miras a la cara a una persona y le sonríes, cuando estás triste o enojada, hasta cuando ves la televisión o el celular o cuando te das cuenta de que aquella persona que te era indiferente o te caía mal, ahora la aceptas, escuchas y la comprendes, cuando comulgas y lágrimas de gozo se asoman a tus ojos y CREES que Jesús
“ya no eres pan y vino, ahora que eres cuerpo y sangre, vives en mí”, en todos esos momentos, Jesús está en ti. Has aprendido a hablar con Jesús, te conviertes en parte de Él.
Entonces, el cambio fue muy acertado, porque te das cuenta de que tienes un gran amigo en Jesús, ya no lo puedes sacar de tu mente, comienzas a convertirte, comienzas a sentir que debes ser: “manso y humilde de corazón”. Comienzas a hablar más con Jesús, deseas que se sienta orgulloso de ti, deseas complacerlo.
En una ocasión, estaba pensando en lo satisfecha que me sentía de mis hijos, en lo agradecida a Dios por el regalo de ellos en mi vida, en ese momento reaccioné y pensé, eso mismo debe querer Jesús de mí. Le pedí perdón por todas las ofensas y pecados cometidos y le dije:
“Señor, no me sueltes de tu mano, regálame, disciplina espiritual, entrega total, mentalidad positiva y permíteme que de hoy en adelante te sientas igual a como yo me siento de mis hijos”.
La transformación
Definitivamente, que este cambio no ocurrió de la noche a la mañana, como lo he manifestado en otros artículos, esta transformación sigue en proceso, es una lucha diaria que he ido superando gracias a los sacerdotes y sus reflexiones, a leer el Evangelio, asistir a la Santa misa (varias veces a la semana cuando antes solo iba los domingos) y proclamar su palabra, las visitas al Santísimo, participar en el rosario de la Parroquia, cooperar con las honras fúnebres, visitar a los enfermos, etc.
Estar en las cosas de Dios te obliga a ser su amiga, te obliga a creer en su hijo y en su madre, María. Fue ella la primera que intercedió para que esta amistad y amor por Jesús creciera y creciera cada día.
Invoco al Espíritu Santo para que este regocijo permanezca siempre en mi alma y corazón.
Saber que te escucha
Se siente gran gozo cuando te arrodillas ante el Señor, le sonríes y abres tus brazos para alabarle, para darle gracias por un día más, por la vida, por la fortaleza que te brinda ante los problemas diarios, ante los dolores, las tristezas y alegrías.
El saber que te escucha y te responde a través de un mensaje, una reflexión, sus salmos o una voz amiga, te convences de que siempre ha estado con nosotros.
Abre tu corazón, busca un lugar apartado, no te ocupes de las cosas materiales y saca un poco de tu tiempo para orar en silencio para esperar su llegada y quizá descubras como el poeta Lope de Vega cuando plasma en sus versos:
“¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras,
qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno a oscuras?
O tengamos que repetir por no querer buscarlo:
“¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma asómate ahora a la ventana,
Verás con cuánto amor llamar porfía”!
¡Y cuántas hermosuras soberanas,
“Mañana le abriremos”, respondía.
Para lo mismo responder mañana.
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