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P. Josemaría

7 min

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EL BELÉN QUE PUSO DIOS

“Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto al Salvador…”

LA PURIFICACIÓN

¡Muy feliz navidad, muchas felicidades! 

Seguimos en esta época del año con la Navidad, que nos recuerda que Jesús está presente entre nosotros.

Hace más de dos mil años, Jesús tomó carne, el Verbo se hizo carne en las purísimas entrañas de Santa María y habitó entre nosotros.

Y el Evangelio de la misa de hoy, nos habla de aquella escena en la que José y María llevan a Jesús a presentar al Templo: La escena de la Purificación.

Aparece allí un personaje, y más que leer el Evangelio, te quiero contar un cuento.

Es un cuento que tomo de un libro que se llama “El Belén que puso Dios”, de un sacerdote que se llama Enrique Monasterio

Bueno, en este cuento se imagina la escena del Evangelio de hoy, pero se va para atrás, cuando Simeón es todavía un niño. 

Yo te voy a leer el cuento y lo voy a disfrutar contigo y que nos sirva a los dos para hacer nuestra oración. 

Dice así: “Simeón tien el pelo cárdeno y alborotado. La risa blanca y la mirada entre risueña y ausente. 

Simeón, cuando cumplió 10 años, se tumbó debajo de un sicómoro una noche sin luna y según su hermana, se le metió una estrella en el ojo. 

UNA ESTRELLA EN LOS OJOS

¿Qué tonterías tienes Raquel? ¿Cómo se le va a meter una estrella al niño? No sé de dónde sacas estas cosas. Que sí, que lo he visto yo. Es una estrella como de plata y con una cola larga y brillante. 

Ya, y según tú la tienes dentro del ojo. 

Bueno, sí, dentro de los dos. Es preciosa. ¿Por qué no lo ves tú misma? Cuando la madre de Simón lo comprobó, tuvo que rendirse a la evidencia. 

Hijo mío, algo grande te tiene reservado ya ve, porque ya me dirás cuántos chicos conoces tú que les haya pasado lo mismo. 

Simeón, ¿me dejas ver la estrella y a su prima Salomé?. Le encanta asomarse a los ojos de Simón, aunque no sea solo para ver la estrella. 

—Oye, y tú la ves siempre. —Claro. ¿también cuando duermes? A Simeón no le gusta hablar de estas cosas. 

Por eso, cuando cambia de conversación se ríe como si no tuviera demasiada importancia. 

Pero lo cierto es que, desde aquella noche del sicómoro anda pensativo como quien guarda un secreto que ni él mismo entiende muy bien. 

Sentados en el atrio del Templo de Jerusalén, un grupo de niños escucha las explicaciones del anciano doctor de la Ley. 

De vez en cuando, uno levanta la mano para preguntar algo que casi nunca tiene relación con lo que el maestro dice. Pero éste con paciencia infinita, retoma el hilo de la lección, y lo enhebra con historias nuevas sacadas, Dios sabe de dónde. 

Y si los alumnos se distraen, cambia de argumento. —¿Tú que vas a ser de mayor? —Yo, pastor como mi padre, —¿Y tú, Samuel?… herrero, también como tu padre. —Claro, qué voy a hacer si no.

¿QUÉ QUIERES SER DE MAYOR?

Y es que en los años en que Dios puso su Belén, los niños jamás hacían planes para el futuro. 

Aquella tierra era tan pobre que hasta los sueños estaban prohibidos. Nadie quería ser pirata, ni general, ni artista, ni ninguna otra cosa que valiera la pena. 

Incluso algunos sospechaban que semejantes ambiciones no complacería a Yahvé, que lo más justo era aceptar el propio destino sin intentar modificarlo. 

—¿Y tú, Simeón? —Yo de mayor quiero ver al Mesías?… Se hace el silencio.

Uno de los niños empieza a reírse muy bajito. Luego poco a poco, todo se va uniendo al coro de carcajadas. ¡Sí, claro, por tu cara bonita! 

Pero el muchacho habla muy en serio. 

Y el viejo maestro le mira a los ojos con respeto. —¿Por qué ha dicho eso, Simeón? Nuestro pueblo lleva miles de años esperando al Mesías. ¿Qué te hace suponer que va a llegar precisamente ahora? —No lo sé, Rabí. Debe ser cosa de la estrella. 

Han pasado los años… Tal vez sesenta o setenta, y Simeón es un anciano mercader que conoce los caminos de Palestina mejor que su propia casa. 

Ha visitado el Oriente y ha cruzado cien veces el desierto de Arabia cargado de perfumes. 

Han navegado todos los mares del imperio, desde Alejandría hasta Gadir y tienen ya riquezas suficientes para retirarse a descansar. Pero aún conserva en la mirada aquel brillo de plata que le impide envejecer. 

Y a pesar de su figura encorvada, de su barba cana y sus manos temblorosas, sigue sin tener más hogar que las caravanas de los comerciantes y los mesones de los caminos. 

SIMEÓN

ESPERANDO AL NIÑO

—Deberías retirarte, Simeón. ¿Qué más necesitas? —Aún soy joven, Mateo. Todavía no ha llegado mi hora.

Al pasar por Nazaret, se ha unido a la caravana una adolescente montada en su borrico pardo. —¿No te acompaña nadie? La niña levanta la vista y se encuentra con la mirada acogedora de Simeón. 

Unos minutos después, ya le ha contado que se llama María, que tiene quince años y que va a visitar a su prima Isabel, que vive en una aldea de Judá, al sur de Jerusalén, porque ha sabido que está esperando un niño. 

Simeón le escucha sin poder apartar la mirada de aquellos ojos, los más hermosos, los más inocentes, los más hondos, atractivos y luminosos que ha visto jamás. 

La voz de María suena en sus oídos como una melodía, intenta responderle pero no le salen palabras. 

Por primera vez, después de tantos años, se encuentra aturdido delante de una niña. —Si no te importa, le dice al fin, te acompañaré durante el viaje. No debes ir sola. 

María sonrió agradecida y le preguntó, —¿cómo te llamas? —Me llamo Simeón, pero llevo muchos años esperando a que Yahve me diga cuál es mi verdadero nombre. 

—¿Te extraña que te diga esto? —No, te comprendo. Es cierto que cada uno de nosotros tiene otro nombre, el que Dios le puso antes de crear el mundo. Ojalá todos tratarán de encontrarlo con la misma fe que tú. 

LA LLENA DE GRACIA

—¿Y tú, María, cómo te llamas? —Yo soy la Esclava del Señor. 

Se han quedado los dos en silencio, al cabo Simeón, sin saber por qué. Y cómo avergonzado dice: —¿Puedo pedirte una cosa? —No puedo negarte nada, estás siendo tan amable conmigo. —Ya que eres la esclava, di a tu Señor que Simeón no se quiere morir sin ver al Mesías. 

Algunos días más tarde, el arcángel San Gabriel tuvo que hacer horas extraordinarias.

Dormía Simeón bajo la lona de su tienda con el sueño ligero de los viejos, que van contando las horas una a una hasta el amanecer, cuando se le presentó el Ángel. 

“Alégrate, Simeón, que te has salido con la tuya. Aquella noche en que viste la estrella de Oriente, supiste que Yahvé quería jugar contigo en este juego que ha comenzado con la humanidad”. 

“Tú, no sé por qué te empeñaste en ver al Mesías. Pues bien, Yahvé te va a conceder mucho más. Lo tendrás en tus brazos y podrás besarlo si quieres”. 

“Ahora, ten calma. Dentro de pocos meses te llevarán de la mano hasta Él. Simeón, entre sueños, quería preguntar algo y no conseguía mover los labios”. 

“Pero el ángel le respondió: —Sí, aquella niña que viajó contigo es la Llena de Gracia. Este es un hombre, el que Yahvé le puso cuando soñaba con ella, antes de que el mundo existiera”. 

REINA DE LOS ÁNGELES

“Hace pocos días en su casa de Nazaret, le anuncié de parte de Dios que habrá de ser la madre del Mesías”. 

“Su hijo se llamará Jesús, y ha sido concebido sin intervención de varón por obra del Espíritu Santo. Que cerca lo has tenido, Simeón, ha viajado contigo encerrado en el seno de una virgen”. 

“Ha estado escondido a tus ojos, pero a tu lado. María no podía decirte nada, pero la abandonada de la caravana, ha pedido a Dios que te conceda lo que soñaste durante tantos años”. 

“Y en el Cielo, nadie puede negar nada a la Reina de los Ángeles”. 

Al despertar, la estrella que nunca dejó de ver, le encendía la mirada del niño. ¿Dónde estará la llena de gracia? Volvería a verla, sin duda. Y el deseo de estar otra vez a su lado, le parecía aún más grande, que el de tener en brazos a su hijo. 

En el atrio del Templo de Jerusalén, vociferan los mercaderes entre el estrépito del ganado. 

Los escribas salmodian la Torah a sus discípulos. Los mendigos suplican a gritos una limosna a los peregrinos… 

Y Simeón, que ya apenas puede caminar, apoyado en su bastón, busca unos ojos inolvidables entre las mujeres que entran con sus hijos, para el rito de la purificación. 

—¡Simeón! María le ha visto antes y le llama. Simeón extiende sus brazos mientras se aproxima casi corriendo. El bastón se le cae al suelo y un muchacho que acompaña a María. Le ayuda a coger a Jesús entre los brazos. 

MIS OJOS LO HAN VISTO…

El Mesías le sonríe o se lo imagina Simeón. Y las lágrimas del anciano casi no le dejan ver el rostro del niño. 

«Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto al Salvador». 

De regreso a Jerusalén, Simeón seguía cantando. Aquella noche, la estrella se le nubló en sus ojos. 

—¿Qué te ocurre?, le preguntó su sobrina —¿Te encuentras bien? —Sí, hija mía, me encuentro mejor que nunca. Ya he terminado el camino, he cumplido mi papel y ahora solo pienso en el Cielo. Pero tengo una duda, y es que, no sé cómo podré ser feliz en el paraíso mientras la llena de gracia y su hijo esté en la Tierra…”


Citas Utilizadas

Jn 2, 3-11

Sal 95

Lc 2, 22-35

Reflexiones

Señor, que tenga la fe de Simeón y la gracia de poder estar Contigo en el Cielo.

Predicado por:

P. Josemaría

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