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P. Santiago

5 min

ESCUCHA LA MEDITACIÓN

NO RENDIRSE EN LA ORACIÓN

A veces rezamos solo cuando necesitamos algo, y creemos que orar es repetir palabras. Pero Jesús nos enseña que orar es insistir, confiar y no rendirse, como la viuda del Evangelio o como Moisés con los brazos levantados. En esta meditación descubriremos por qué la oración no cambia a Dios, sino que nos transforma a nosotros, y cómo aprender a orar siempre, sin desfallecer.

Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes.
Te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración.

Madre mía Inmaculada, San José, mi padre y señor,
Ángel de mi guarda, intercede por mí.

Jesús, el Evangelio de este domingo nos habla de algo que toca el corazón de todo creyente: la necesidad de orar sin desfallecer.

¿Y dónde dice esto el Evangelio?

El texto nos cuenta que Jesús les propuso una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre sin desfallecer.

Y esa es precisamente la pregunta que quiero que te hagas hoy, que nos hagamos hoy en este rato de oración:
¿Por qué rezar?
¿Hay alguna diferencia entre orar y rezar?
¿Cuándo es necesario hacerlo?
¿Solo cuando necesito que Dios me haga un favor o puedo hacerlo en cualquier momento del día?

A veces, “rezar” y “orar” parecen lo mismo, pero no lo son.
Rezar puede ser repetir una oración, una fórmula, algo que aprendimos por tradición en familia —y eso está muy bien—,
pero orar es más que eso:
es hablar con Dios desde el corazón, porque eso es lo único que le interesa a Él: lo que tenemos en el corazón, lo que pasa en el corazón.

ORAR Y NO DESCONFIAR DE DIOS

Orar es abrirle el alma sin máscaras, sin frases preparadas, como cuando uno habla con su padre o con un amigo,
cuando uno se sienta frente al otro y se cuentan las cosas.

Orar es entrar en diálogo con Jesús, dejar que Él te hable también:
“Señor, ¿qué me quieres decir? ¿Qué me quieres preguntar? ¿Qué me quieres contar?”

Por eso es tan bonito aprovechar este rato de oración con el Evangelio,
porque ahí es donde el Señor nos habla.

Jesús cuenta una parábola que, si somos sinceros, no es precisamente muy agradable; hay que entenderla, meditarla y procurar captar bien su sentido.
Habla de un juez injusto, sin corazón, que no temía a Dios,
y si no tenía a Dios, no le importaba nada ni nadie.

También aparece en la parábola una viuda que, cansada de sufrir, insiste una y otra vez:
“Hazme justicia, hazme justicia”.

¿Cuántas veces, Señor, rezamos así también delante de Ti?
El juez, harto de escucharla, termina cediendo solo para que deje de molestarlo.

Jesús no nos dice que Dios sea como ese juez.
Y, sin embargo, a veces uno piensa al leer el pasaje:
“Señor, ¿cómo así? ¿Tú te pareces a ese juez? ¿Eres ese juez? No lo entiendo…”
Pero no.
Jesús no quiere decir que Dios sea como ese juez.
Nos enseña algo muy distinto: que incluso un juez injusto termina escuchando por insistencia.

¡Cuánto más escuchará Dios a sus hijos que claman a Él día y noche!
Y tú y yo somos hijos de Dios, por eso estamos aquí, Señor, hablando contigo,
porque Tú eres nuestro Padre.

La parábola no habla tanto del juez, sino de la viuda.
Centremos la mirada en ella.
Habla de la fe, de la oración que no se rinde.
Porque orar es confiar en que Dios escucha, aunque a veces parezca callado.
Es no abandonar la fe, aunque la respuesta tarde.
Por eso decimos: “Señor, aumenta mi fe”.

Apadrina un Sacerdote

Jesús termina con una pregunta que, la verdad, puede sacudirnos un poquito:

“Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

¿A qué se refiere con “la tierra”?
Tú y yo somos tierra.
Dios quiere encontrar fe en nosotros.
Quiere sembrar la semilla y que produzca fruto por la fe,
una fe que no se apague, una confianza que no se rinda,
una oración que no se canse.

Para entenderlo mejor, la primera lectura de la Misa nos da una imagen muy bonita:
Moisés en la cima del monte, con las manos levantadas, mientras el pueblo combate.
Cuando Moisés tiene los brazos en alto, Israel vence;
cuando los baja, el enemigo gana.

Pero llega un momento en que se le cansan los brazos —y es verdad, Señor, si uno hace el ejercicio de abrirlos, no aguanta ni un minuto y medio—.
Entonces Aarón y Jur le sostienen las manos, uno a cada lado, hasta la puesta del sol.
¿Y qué pasa? Que gracias a esa oración perseverante, Josué vence a Amalec.

La liturgia —la primera lectura y el salmo— tiene relación con el Evangelio; no es casualidad.
Todo está pensado con profundidad.

Orar es sostener el mundo con las manos levantadas:
mi familia, mis amigos, mi universidad, mi trabajo.
Y aunque duela, hay que mantenerse firme, aunque no vea resultados.

Mientras Moisés ora, el pueblo vence;
mientras tú rezas por un amigo, por tu familia, por el mundo,
algo invisible está ocurriendo: la oración mueve la historia.

En la parábola del juez injusto, la viuda no se cansa de insistir.
Y he pensado, Señor, que entendemos mejor eso de orar sin desfallecer cuando rezamos no por nosotros mismos, sino por los demás.

Pregúntale a una mamá cómo reza por su hijo…
O a alguien que ora por quien ama.
Quien reza por alguien que ama aprende el significado de insistir:
por un amigo enfermo, por un hijo que se ha alejado,
por un padre que sufre, por alguien que ha perdido la fe.
Ahí se vuelve uno insistente,
y eso es lo que Tú quieres, Señor:
que seamos insistentes, que no desfallezcamos.

Qué bueno pedirte hoy que la Iglesia esté llena de orantes,
que sostengan a la Iglesia con su oración.
¿Quiénes son los que la sostienen? No lo sabemos.
No sabemos cuántas personas pasan el día rezando,
y no repitiendo oraciones, sino orando con el corazón.

Estos días leía la entrevista a un sacerdote de 94 años,
con 70 años de sacerdocio, que decía:

“Cuando paso por este barrio, le digo al Señor:
Señor, dale luz a este barrio.
Dale luz a esta universidad.
Señor, dale luz a estos jóvenes.
Y Señor, danos tu luz.
¿A quién iremos? Solo Tú tienes palabras de vida eterna.”

Eso es la oración: ir al Señor.
Orar es dirigirse a Él.

El poder de orar por otros

En la Escritura tenemos muchos ejemplos:
Moisés levantando las manos,
Jacob luchando toda la noche hasta arrancarle a Dios una bendición,
Tú mismo, Señor, en Getsemaní, orando hasta sudar sangre.

Y uno podría pensar: “¿Para qué oraba si era Dios?”
Porque lo necesitaba.
Y con su ejemplo nos enseñó a orar.
Aprendemos viéndote a Ti.

Vamos a terminar, Señor, este rato de oración sacando propósitos y pidiéndote la gracia de no dejar nunca la oración, de no abandonar ese diálogo,
de tener paciencia aunque las cosas cambien o no salgan como esperamos,
porque sabemos que Tú escuchas cada oración.

Esta semana —porque hoy es domingo—
el Señor nos invita a no desfallecer en la oración.
Pensemos cómo podemos alimentarla a lo largo de la semana:

seguir levantando los brazos, aunque pesen;
seguir insistiendo, como la viuda, aunque parezca inútil;
y seguir luchando, como Jacob, hasta arrancarte, Señor, una bendición.

“Dios hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche; les hará justicia sin tardar.”

Eso también lo dice la Escritura.

Señor, enséñame a orar siempre sin desfallecer,
y cuando me canse, mándame alguien que me sostenga las manos,
como Aarón y Jur sostuvieron las de Moisés.

Porque quiero, Señor, seguir confiando en Ti.

Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación, en este rato de oración.
Te pido ayuda para ponerlos por obra.

Madre mía Inmaculada,
San José, mi padre y señor,
Ángel de mi guarda, interceded por mí.


Citas Utilizadas

Ex 17, 8-13

Sal 120

2Tim 3, 14 – 4,2

Lc 18, 1-8

Reflexiones

Señor, enséñame a orar siempre, sin desfallecer.

Y cuando me canse, mándame alguien que me sostenga las manos, como Aarón y Jur sostuvieron las de Moisés.

Porque quiero seguir confiando en Ti.

Predicado por:

P. Santiago

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