Seguramente has escuchado esa anécdota que se ha contado muchísimo, del sacerdote que una vez estaba hablando a un grupo de niños pequeñísimos, tan pequeños que probablemente no alcanzaban ni siquiera el metro de altura.
Y les pregunta: -A ver, muchachos, ¿quiénes de ustedes quieren ser santos? Y todos, o bueno, casi todos, levantan la mano diciendo: ‘Yo.’
Bueno, te digo que casi todos, porque una niña se quedó con los ojos cerrados y en silencio.
Y obviamente el sacerdote se dio cuenta y se acercó a ella y le preguntó qué le sucedía.
Y ella, abriendo los ojos y mirando fijamente al sacerdote, (aquí estoy metiéndole drama a la anécdota) y le dijo: ‘Yo no quiero ser santa, porque si lo soy, Jesús me va a quitar mis muñecas.’
¡Vaya respuesta de esta niña! ¿Cómo habrá llegado a esa conclusión? ¿De verdad Jesús quería quitarle lo que más quería en el mundo?
¿De dónde habrá sacado esta niña esa idea de que, para seguir a Jesús, ella tiene que renunciar, precisamente, a sus muñecas?
UNA PROPUESTA GENEROSA
No sé. Tal vez esta niña habrá escuchado el Evangelio de hoy, que habla de renuncias y entendió otra cosa.
Porque comenta san Lucas que:
“Mientras iban de camino, alguien le dijo: «Señor, te seguiré a donde quiera que vayas».” (Lc 9, 57)
Y es una propuesta muy generosa, ¿verdad? Jesús sencillamente se atreve a darle una aclaratoria.
“Las zorras tienen sus guaridas, los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.” (Lc 9, 58)
Otra persona también se le acerca y el Señor le ofrece a esa persona, la llamada a seguirle. Pero este contestó:
“’Señor, permíteme primero ir a enterrar a mi padre.” (Lc 9, 59)
Y la respuesta del Señor suena muy dura:
“Deja a los muertos enterrar a sus muertos. Tú vete a anunciar el Reino de Dios.” (Lc 9, 59)
Una tercera persona, que también le ofrece, seguir al Señor, pero es un seguimiento con condiciones:
“Déjame primero despedirme de los de mi casa.” (Lc 9, 61)
Y Jesús también es radical en la exigencia, le dice:
“Nadie que pone su mano en el arado y mira atrás es apto para el Reino de Dios.” (Lc 9, 62)
TENDREMOS QUE HACER RENUNCIAS
Es que este Evangelio es fuerte porque nos recuerda que, para seguir a Cristo, muy frecuentemente tendremos que hacer renuncias.
Que ese seguimiento, la santidad sin renuncia, es una cosa solamente de películas. Porque para ser santos hemos de ir ligeros, muy ligeros, para seguir el paso de Dios.
Pero bueno, la inocente respuesta de esta niña de la anécdota esconde, capaz, un modo de ver la santidad que también se nos puede ir colando a nosotros con frecuencia.
Lo que piensa esta niña se parece a lo que tantas veces pensamos los adultos. Aquello de que todo lo que me gusta, o engorda o es pecado.
Es decir, como que Dios estaría escudriñando nuestra vida para saber qué es lo que más alegría nos da y precisamente de eso, es lo que nos va a pedir que renunciemos.
Claro, la santidad personal vista así es una tortura. Es difícil no tener complejo de víctima.
Claramente, es ese modo en el que se vive, pero bueno, es como una soberbia medio disfrazada de ‘Yo renuncio y soy víctima y por eso soy superior a los demás.’
No me atrevo a tomarme entonces la santidad de verdad en serio, porque voy a tener que renunciar a mi tiempo, a mi diversión, a mis gustos, a mi dinero, a lo que sea.
DIOS NOS QUIERE SANTOS
Como si Dios lo que buscara con nuestra santidad es eso: vernos renunciar. ¡Y nada que ver!
Saber que Dios nos quiere muy santos, pasar de la teoría a la práctica, porque lo sabemos, que la santidad es algo muy exigente, pero cuando toca concretar lo que implica seguir a Jesús, ahí ya no lo vemos tan claro.
Nos pasa a nosotros y les ha pasado a tantos santos, que han tenido que luchar contra esa resistencia a seguir absolutamente en todo; la voluntad de Dios.
De hecho, san Pablo llega a exclamar:
“Veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rm 7,23-24).
Es decir, él nota que hay que renunciar, pero le cuesta a eso que Dios le está pidiendo.
Otro ejemplo de esa resistencia interna es lo que dice san Agustín en sus Confesiones:
‘Yo me veía agarrotado por los achaques de la carne, arrastraba mis cadenas y temía verme libre de ellas.’
Claro, aquí está san Agustín reconociendo que sabe que tiene que renunciar a aquello que lo mantiene esclavizado, que en su caso son los placeres desordenados de la carne.
MIEDO A LA LIBERTAD
Pero por ahora, por el momento, ahora cuando le toca decidirse, sabe que Dios le está pidiendo eso, precisamente por su bien. Pero todavía tiene miedo de verse libre de esas cadenas.
Qué sorprendente que san Agustín, cuando todavía no se ha convertido, pero está en ese proceso, le tiene miedo a la libertad.
En el caso del pecado, como vemos acá, es evidente que Dios nos pide renunciar a todo aquello que nos aparte de Él.
Pero sabemos que en el momento de la tentación no siempre vamos a ver tan claramente que el pecado nos separa de Dios.
Parece como que se nubla la vista. No medimos todo el alcance del daño que produce aquello en el alma.
No entendemos por qué Dios nos está pidiendo que renunciemos a algo que, en ese preciso momento, nos parece que no enriquece ni empobrece a nadie.
Un pecadito, pequeño, nada más. Casi siempre es después de una caída cuando nos damos cuenta de por qué Dios nos pedía que renunciáramos a algo así, algo que nos apartaba de Él.
Pero volviendo al Evangelio de hoy, volvemos a revisar esas razones que daban los que querían seguir al Señor y la verdad es que ninguna nos parece especialmente pecaminosa.
VOLVER LA MIRADA A ÉL
Enterrar al propio padre, despedirse primero de la propia familia. De hecho, son cosas buenísimas, que de hecho nos dan cierta felicidad.
La renuncia al pecado la entendemos, o al menos la entendemos en teoría, pero ¿por qué Jesús les pide a estas personas renunciar incluso a cosas buenas? ¿Por qué se empeña Dios en robarnos esas pequeñas felicidades?
La respuesta yo creo que es sencillísima. Es para que volvamos la mirada a Él, para que nada nos distraiga de Él.
Y nos demos cuenta de que nuestra verdadera y absoluta felicidad está en permanecer junto a Él.
Ya aquí en la tierra y eternamente en el cielo, donde nadie nos podrá quitar ese estar junto a Él. Es que para eso nos creó.
Y con todas las alegrías de esta vida debemos ordenarlas, precisamente, bajo este criterio, en función de aquella definitiva felicidad en el cielo.
Por eso, aunque el Evangelio de hoy nos parezca muy duro o nos parezca incluso injusto, lo que hoy escuchamos es, en realidad, un recordatorio que nos hace Jesús para volver la mirada a Él.
ENAMORADOS DE DIOS
Para elegirlo a Él por encima de todas las cosas, del pecado, obviamente, pero incluso de las cosas buenas que podrían, aunque sea un poco, retrasar nuestra entrega.
Es que tengo que renunciar a mi tiempo o renunciar a mi dinero o renunciar a mi honra, a mi control sobre las cosas, a mis seguridades, a mis planes, incluso a mi tranquilidad. Pues tal vez sí.
Pero ayuda muchísimo, saber que Dios no es que se esté gozando o deleitándose en nuestra renuncia, en vernos sufrir…
Sino a lo que Dios va, es a esa decisión firme de elegirlo a Él por amor, incluso por delante de las mejores cosas de este mundo. De las cosas buenísimas.
Por eso, cuando nos cueste soltar algo, porque nos parece que Dios nos está pidiendo demasiado, cabe la pena arrodillarse ante Él y decirle:
“Señor, si esto Tú no lo quieres, yo para qué lo quiero.”
Y solo así dejaremos incluso las felicidades parciales de este mundo para optar a la mayor felicidad que es la de vivir enamorados de Dios. En eso consiste la verdadera santidad.