JESÚS EN ORACIÓN
En el Evangelio de hoy te encontramos, Jesús, a solas con tus discípulos. Estás rodeado por una multitud, pero te vemos rezando, en oración. En ese contexto, será que san Pedro hará una profesión de fe que va más allá de lo que estaba abiertamente admitido: él te confesará como el Cristo, el Ungido.
Momentos antes, les habías preguntado a tus discípulos:
“¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lc 8,18).
Ellos respondieron que la gente pensaba que eras Elías o alguno de los profetas antiguos que había resucitado.
Pedro, en cambio, te reconoce como el Cristo, el Ungido, el Mesías: el que debía venir de parte de Dios para liberar a Israel.
Y esto marca un paso importante para Pedro y para todos: un reconocimiento abierto de que estaban siguiendo al Mesías.
¿Y de dónde viene esta profesión de fe? ¿De dónde nace este paso adelante en el reconocimiento de quién sos vos, Jesús?
Viene de una pregunta que les hacés:
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Lc 8,20).
Esa pregunta tuya, Jesús, los enfrenta a un asunto que quizás no querían afrontar, no se les había ocurrido o, por algún motivo, les generaba incomodidad o duda. Tal vez no lo habían hablado tan abiertamente.
Pero cuando vos levantás la cuestión y pedís una respuesta, ya no se puede seguir adelante ignorando el tema.
Y esta pregunta que hacés parece surgir como fruto de que estabas en oración.
Jesús estaba orando… y de golpe se descolgó con estas preguntas:
“¿Quién dice la gente que soy yo? […] ¿Quién dicen ustedes que soy yo?”
DETENERNOS EN LA ORACIÓN
Tantas veces, es en el silencio de la oración donde nos encontramos con preguntas tuyas, Jesús —como esa:
“¿Quién dicen ustedes que soy yo?”—,
o donde podemos afrontar temas que, aunque necesarios, nos cuesta mirar de frente, pensar, meditar…
Por eso, ¡qué necesario es detenerse!
Como lo hacés vos, Señor. No solo para reflexionar o tener un poco de silencio, para escapar del ruido, del activismo, del ajetreo… sino para rezar.
Para confrontarnos con nuestro Padre Dios, con vos, Jesús, que tantas veces tenés algo que decirnos.
El cardenal Newman dijo una vez:
“Cristo no luchó por ser oído, no gritó, no levantó su voz por las calles.
Igual sucede ahora: todavía está aquí y nos habla, aunque en susurros, y nos sigue haciendo signos”.
Pero su voz es tan baja, y el estruendo del mundo tan alto… Sus señales, tan encubiertas… Y el mundo, tan inquieto, que cuesta discernir cuándo se dirige a nosotros y qué es lo que nos quiere decir.
Es que tu voz, Señor, no es como un grito, no se impone como una publicidad que salta en la pantalla del celular o en los carteles cuando manejamos.
Tu voz es más suave, más libre, y requiere de nuestra decisión de buscarte.
Y en esta escena del Evangelio te vemos a vos, Jesús, apartándote de la multitud, quedándote solo con tus discípulos, entregándote a la oración.
Y fruto de esa oración, hacés una pregunta que les hará bien a los apóstoles, y que llevará a Pedro a afirmar que vos sos el Mesías.
¿QUÉ TEMAS LLEVAR A LA ORACIÓN?
- ¿Qué temas vamos a conversar con vos, Señor?
¿Qué nos tenemos que preguntar en el silencio de la oración? - Podríamos decir que todo lo que nos va pasando puede ser llevado a la oración:
- ¿Cuáles son mis prioridades ahora?
- ¿Qué estoy buscando?
- ¿Qué busco con lo que ya hago? ¿En mi trabajo, en mi trato con los demás?
- Porque puede que, al preguntarnos, descubramos que nuestra intención necesita purificarse.
- ¿Qué busco en esta amistad, en esta relación con los demás?
- ¿Me estoy buscando a mí?
- ¿Estoy buscando servir, hacerle la vida amable a los demás?
- ¿Qué me está costando?
- ¿Qué me quita la paz?
- Y sobre todo:
- ¿Quién es Jesús para mí?
- ¿Qué lugar te estoy dando, Señor, en mi vida?
- ¿Cuáles son mis verdaderas prioridades?
Son preguntas que, si te dejamos hablarnos, Jesús, pueden convertirse en verdaderos tesoros.
LA ORACIÓN EQUILIBRA NUESTRA VIDA
San Bernardo decía:
“La oración regula los afectos, dirige los actos, corrige las faltas, compone las costumbres, hermosea y ordena la vida.
Confiera, en fin, tanto la ciencia de las cosas divinas como de las humanas.
Ella ordena lo que debe hacerse y reflexiona sobre lo hecho,
de suerte que nada se encuentre en el corazón desarreglado o falto de corrección”.
(De Consideratione 1, 7)
¡Mirá qué importante todo esto!
Ese efecto tan bueno de poner las cosas en orden, san Bernardo se lo atribuía a la oración.
Reflexionar sobre lo hecho, para ver, aprender, sacar experiencia:
Quizá para corregirme, quizá para confirmar que hice bien y dar gracias a Dios.
Regular los afectos, que a veces nos dominan sin darnos cuenta, y necesitan ser confrontados con el corazón de Cristo:
Esto, ¿es bueno? ¿Hasta dónde me lleva?
Dirigir los actos, tomar decisiones que no sé bien cómo manejar y que, hablándolas con vos, Jesús, puedo ir entendiendo.
Corregir las faltas, componer las costumbres, hermosear y ordenar la vida.
Queremos, Señor, una vida más hermosa y ordenada.
Y para eso, necesitamos estos momentos de silencio, de conversación con vos.
De preguntarte: ¿Qué me dirías? ¿Qué harías vos en mi lugar?
Y esa oración dará sus frutos.
Quizá haya frutos inmediatos, como tomar una decisión, dar un paso en la fe, como Pedro cuando confesó que vos eras el Cristo.
Y también habrá frutos más lentos pero profundos:
Formar un carácter más equilibrado, desarrollar la capacidad de detenernos, de estar atentos a los demás, de valorar lo que realmente nos acerca a Dios y hace bien a los otros.
Personas así no son solo activistas que se dejan arrastrar por el ruido o los estímulos externos, sino que saben detenerse a reflexionar.
Pidámosle a la Virgen, nuestra Madre, que sabía considerar las cosas en su corazón, que no nos falten en nuestra vida estos momentos para alejarnos un poco, para rezar y para encontrarnos, Señor, con vos en la oración.



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