Lo que realmente sacia es dirigir nuestros deseos a Dios.
Santa Catalina de Siena, una mística del siglo XIV, nos ofrece una profunda perspectiva sobre la ansiedad que tan a menudo experimentamos en la vida contemporánea. Ella señalaba una paradoja fundamental en la existencia humana: mientras nuestras fuerzas físicas y la agudeza de nuestra inteligencia son limitadas y efímeras, existe en nosotros una dimensión ilimitada, infinita, que se manifiesta en nuestros deseos.
Llevamos grabado en lo más íntimo del alma un anhelo ardiente e incesante de plenitud, una sed de trascendencia que no es un defecto de origen, sino un verdadero regalo divino. Es una huella, una firma del Creador en nosotros, que nos recuerda constantemente nuestro origen y nuestro destino último.
Este deseo infinito no solo es la clave de nuestra altísima dignidad como seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, sino también la fuente principal de nuestra más profunda frustración y desasosiego.
Por su propia naturaleza y diseño, nuestros deseos son infinitos. El problema —y la raíz de gran parte de nuestro sufrimiento— aparece cuando tratamos de saciar esa sed de lo absoluto, ese anhelo de lo ilimitado, dentro de los confines de lo creado, de lo finito.
Nos extraviamos cuando buscamos esa plenitud insondable en bienes materiales que inevitablemente se oxidan y deterioran; en placeres pasajeros que se agotan y dejan un vacío aún mayor; o incluso en otras personas que, por maravillosas que sean, son seres limitados y con un final, incapaces de colmar una necesidad infinita.

La insatisfacción persistente, esa sensación de vacío que nos acompaña a pesar de nuestros logros o posesiones, no indica que algo esté mal en nosotros. Más bien nos revela que el “contenedor” de nuestro corazón es inmensamente grande, demasiado vasto para el “contenido” limitado y transitorio con el que intentamos llenarlo.
Cuando insistimos en llenar un deseo infinito con elementos finitos y perecederos, solo generamos una frustración creciente que, paradójicamente, actúa como un recordatorio constante de nuestro verdadero destino y de la auténtica fuente de plenitud.
La única vía para alcanzar una saciedad genuina y duradera, la verdadera paz del corazón, es reorientar y dirigir nuestros deseos más profundos hacia Dios, la única realidad verdaderamente infinita e ilimitada.
Como dice San Josemaría: “Llénate de buenos deseos, que es una cosa santa, y Dios la alaba” (Forja, 116).



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