El Evangelio de Mateo nos cuenta que, mientras Jesús caminaba a orillas del mar de Galilea, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca de su padre, remendando las redes. Jesús los llamó, e inmediatamente ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron (Mt 4,21-22).
Santiago, junto con los demás Apóstoles, fue llamado a seguir de cerca a Jesús. En aquella época, no era común que el maestro eligiera a sus discípulos; eran los discípulos quienes escogían al maestro. Pero Jesús llamó a quienes Él quiso (Mc 3,13). Nadie puede sentirse digno de este llamado ni con méritos para recibirlo.
Sin embargo, Jesús se fijó en Santiago para que formara parte del grupo de los Doce. Más que un simple discípulo, lo llamó a ser su amigo: “Ya no los llamo siervos… a ustedes los llamo amigos” (Jn 15,15). Esta afirmación debió conmover profundamente a los apóstoles, ya que solo Abraham y Moisés habían sido llamados amigos de Dios en las Escrituras (Éx 33,11; 2 Cr 20,7; Is 41,8; Sant 2,23).
Jesús los llama amigos porque los invita a compartir su intimidad, a conocerlo desde lo más profundo. El siervo no sabe lo que hace su señor (Jn 15,15), pero un amigo establece un vínculo personal, puro y desinteresado, que nace y se fortalece con el trato constante. Jesús invita a Santiago a vivir ese sagrado vínculo, a hablar cara a cara con Él (cf. Éx 33,11), como un igual, a conocer su corazón y también a dejarse conocer. Lo hace partícipe de su intimidad.
Amor, el servicio y la humildad
Santiago se dejó moldear por Jesús. Con Él aprendió el amor, el servicio y la humildad. Cuando expresó su deseo de ocupar los primeros puestos en el Reino, Jesús le respondió: “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes” (Mc 10,43). Así, Santiago comprendió que la verdadera grandeza no está en el poder, sino en el servicio.
Pero Santiago no solo formó parte del grupo de los Doce, sino que, junto con Pedro y su hermano Juan, integró el “círculo más íntimo” de Jesús.
Los tres estuvieron presentes en momentos claves de su vida: fueron testigos de su Transfiguración (Mc 9,2-3), presenciaron cómo resucitaba a la hija de Jairo (Lc 8,49-56), y lo acompañaron en su agonía en el Huerto de Getsemaní (Mt 26,36-38). Estos tres fueron testigos de los momentos de mayor gloria de Jesús y de sus pruebas más dolorosas. Eran sus amigos más cercanos.
Jesús invita a Santiago a ser su amigo, pero hay un requisito para ello: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando” (Jn 15,14). Y Jesús nos manda a amar: a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (cf. Mt 22,37-40).
La amistad no es solo simpatía o compañerismo; es una de las formas más elevadas del amor. Implica entrega, sacrificio y fidelidad.
Ser amigo es una forma de amar, y el amor verdadero es exigente: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Jesús fue el primero en dar la vida por sus amigos, porque Él nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19).
Santiago correspondió a ese amor con valentía, siendo el primero de los Doce en dar la vida por Cristo. Bebió del mismo cáliz que Jesús (cf. Mt 20,23), porque entendía que al amor se le responde con amor.
Según la tradición, Santiago recibió la misión de evangelizar la península ibérica. Al sentirse profundamente abrumado por la dificultad de su encargo, recibió la visita de Nuestra Santísima Madre, la Virgen del Pilar, quien le ofreció su protección y consuelo, animándolo a perseverar en esa gran empresa de amor y evangelización.
Santiago, un eximio pescador, fue llamado a ser pescador de hombres y amigo de Jesús. Hoy, el Señor también nos ofrece ese don inigualable de su amistad. Nos invita a compartir su intimidad, a hablar cara a cara con Él. Solo pide que correspondamos a ese amor, que amemos.
Que Santiago Apóstol, el hijo del trueno (Mc 3,17), no solo por su ímpetu, sino por haber compartido la copa del sufrimiento con Jesús, interceda por nosotros y nos ayude a ser verdaderos amigos de Cristo, capaces de dar la vida por Él con valentía.
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