Quería empezar este rato de oración con uno de los pasajes más pintorescos de la historia de Israel. Es muy simpático, porque apenas empieza el libro del Éxodo se dice que surgió, en el pueblo de Egipto, un nuevo rey. Este rey no conocía a José.
El anterior había tenido muy buenas relaciones con José y lo nombró autoridad dentro del pueblo.
Pero este nuevo rey de Egipto no conocía a José y por lo tanto no tenía tanta confianza con el pueblo judío. Se dio cuenta de que el pueblo de Israel cada vez crecía mucho más. Era mayor y más fuerte que el pueblo de Egipto.
Intentó algo para que este pueblo no se siguiera multiplicando. Se le ocurrió una idea muy interesante: habló a las parteras del pueblo hebreo,
«una de las cuales se llamaba Sifrá y la otra Puá y les dijo: “Cuando ustedes asistan a las mujeres hebreas en sus partos y vean el sexo del niño, si es hijo mátenlo; si es hija, entonces que viva”. Pero estas parteras tenían temor de Dios y no hicieron lo que el rey de Egipto les dijo».
Tenían mayor temor a Dios que al rey, entonces preservaron la vida también de los niños. Por supuesto que el rey de Egipto se dio cuenta y las mandó a llamar y les dijo:
«¿Por qué hacen eso?»
(eso de preservar también la vida de los niños) y las parteras muy caraduras respondieron:
«Es que las mujeres hebreas no son como las egipcias. Ellas son robustas y cuando dan a luz, dan a luz antes de que la partera llegue»
(Ex 1, 15-19).
Es como que automático: la mujer hebrea da a luz y el niño sale corriendo, prácticamente, entonces no le da chance de matar al niño a ver si es varón.
SI VAMOS A TENER TEMOR… QUE SEA A ALGO QUE VALGA LA PENA
Te decía que era pintoresco el asunto y uno dice: qué tiene que ver esto con la historia de la salvación de Israel.
Bueno, tiene que ver porque es un mensaje que también nos sirve a nosotros aquí, en pleno siglo XXI, porque el faraón es una figura con muchísima potencia, mucho poder (lo veremos más adelante también en la historia con Moisés).
Pero aquí lo que Dios nos está haciendo querer ver es que hasta unas simples parteras, con el grado mínimo de instrucción, tienen la inteligencia suficiente como para burlarse del gran faraón de Egipto.
Lo que hay detrás de ese mensaje es también para ti y para mi, esa idea de si le vamos a tener miedo a algo, que se algo que valga la pena. Ahora uno cómo le va a tener miedo al faraón de Egipto, del cual, hasta unas simples parteras, con un mínimo grado de instrucción, son capaces de burlarse.
Esto es una idea que se repite muchas veces en la predicación del Señor:
«No tengan miedo»
(Mt 14, 27).
Es decir, si le vas a tener miedo, tenle miedo a algo que de verdad sea importante, a algo que sea relevante.
NO TEMAS
Precisamente, eso es lo que estamos escuchando en el evangelio que la Iglesia nos propone para la misa del día de hoy.
«Dice el Señor: “A ustedes les digo, amigos míos, no tengan miedo a los que matan el cuerpo y después de esto no pueden hacer más. Les voy a enseñar a quién deben temer: teman al que, después de la muerte, tiene poder para arrojar a la Gehena. A ese debéis temer. Se los digo Yo»
(Lc 12, 4-5).
El «no temas» aparece, como te decía, con mucha frecuencia en el Antiguo Testamento y obviamente, en el Nuevo Testamento. Pero aquí nos ayuda muchísimo lo que Dios nos está diciendo:
«¿Por qué tener miedo?»
Hay veces que el miedo es incontrolable, es una reacción de supervivencia, es lo que nos mantiene alerta. El miedo es un mecanismo de defensa que tiene nuestro cuerpo, por eso hemos sido programados con esa sensación de temor tantas veces.
El Señor no nos está diciendo: “Prohibido tener miedo”, porque si tener miedo de inmediato, fuese pecado, todos, en algún momento estaríamos condenados.
A lo que se refiere el Señor es a este temor que es constante, al temor que no desaparece, el temor que no consigue consuelo, el temor que es estable. Más que decirnos: “Prohibido tener miedo”, nos está más bien llenando de seguridad:
«No tengas miedo a nada ni a nadie, sino que más bien tenle miedo al gran fracaso para la humanidad, que es: no llegar al Cielo. Os voy a enseñar a quién debéis temer: al que, después de la muerte, tiene poder para arrojar a la Gehena».
NO LLEGAR AL CIELO
Aprovechamos, Señor, este rato de oración para recordar que todos los fracasos de esta vida son temporales y también todos los éxitos.
Por lo tanto, en este rato de oración renovamos ese deseo de vivir según una premisa que tranquiliza mucho: “El único miedo absoluto que debo tener en mi vida es no llegar al Cielo. El único fracaso del cual no me podré recuperar jamás y nunca, por toda la eternidad, es el de no llegar al Cielo”.
Y, al revés, de modo positivo, Señor, que ahora aprovechemos para aspirar nuevamente al único éxito que vale la pena, que es llegar al Cielo. Y que los éxitos temporales que tengamos en este mundo, que estén en función de llegar a ese éxito definitivo en el Cielo, porque si no, al menos es vanidad y después puede llegar a convertirse en un camino que nos va llevando al fracaso absoluto.
Eso es lo que ha movido a tantos santos en la historia de la Iglesia, a vivir según esta máxima: “El único éxito que importa de modo absoluto es llegar al Cielo”. El resto de los éxitos van y vienen, la mayor parte de las veces.
El mayor fracaso, al que hay que tenerle un pánico terrible es caer en el infierno, que es una triste posibilidad para todos los cristianos si nos separamos de ese amor de Dios.
SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA
Qué coincidencia tan bonita de que, precisamente, el Señor está hablando esto y coincide con la fiesta de san Ignacio de Antioquía, un santo de los primeros siglos de la Iglesia. A él se le atribuye que fue el primero que utilizó el nombre de “católicos” para referirse a la Iglesia.
Es una especie de “influencer”, porque en aquella época que no existían las redes sociales, san Ignacio utiliza sus cartas, no tanto para buscar fama, sino para impactar al pueblo cristiano que estaba creciendo en aquel momento. Él decía que la Iglesia católica era así: católica, universal, para todos, sin fronteras.
Sabemos que san Ignacio escribía unas cartas muy bonitas cuando se dirigía al martirio. Entre esas cartas hay una frase que es de las más famosas de san Ignacio de Antioquía, en la que él se llama a sí mismo, trigo:
“Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan puro de Cristo”.
Es fuerte, porque es como una sentencia que el propio santo sabe que le ha caído encima: la muerte. Cómo puede estar tan tranquilo y decir con orgullo: “Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes… he de morir, he de sufrir”.
Obviamente, porque lo que hay detrás de todo esto es esta certeza: no le puedo tener miedo a nada ni a nadie y ni siquiera a Dios, porque es mi Padre -como solía decir tantas veces san Josemaría.
NO PUEDO TEMER A NADA NI A NADIE
Yo creo que a ti y a mí Dios no nos pedirá habitualmente la prueba del martirio, pero sí que podemos vivir según este criterio y según esta tranquilidad: “No le puedo tener miedo a nada ni a nadie”.
Es lo que también recuerda san Pablo en el octavo capítulo de la Carta a los Romanos. No sé si te acuerdas, en el capítulo 7, san Pablo habla de la frustración que siente por este cuerpo de muerte, pero al final de ese capítulo dice algo muy bonito:
«¿Quién nos separará del amor de Cristo. Acaso la tribulación o la angustia o la persecución o el hambre o la desnudez o el peligro o la espada?
Antes, en estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Y ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las potestades, ni lo presente ni lo futuro, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo, Jesús, Señor nuestro»
(Rom 8, 35-39).
Y así, con el Señor de nuestro lado, no hay nada que temer.
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