Hace años me encontré con una frase, en un libro de antropología filosófica, que me marcó. Decía:
«toda persona está llamada a casarse a no ser que encuentre una razón de peso para no hacerlo».
Yo no me he casado porque se presentó una razón de peso en mi vida: Dios me pidió ser sacerdote; entregándole mi corazón entero sin mediación humana. Hay quienes no se han casado por otras razones. Los profesores universitarios no se casaban hasta mediados del siglo XIX para poder dedicarse por completo a la investigación y a la educación de sus alumnos (así era Oxford, Cambridge, Bologna, Salamanca, Sorbona, etc.).
Hay gente que ha encontrado una razón de peso en ayudar a los demás. Por ejemplo, la hermana de San Josemaría no se casó por ayudarle a su hermano a sacar adelante la fundación que Dios le había encomendado. La hermana del Papa Benedicto XVI tampoco se casó por ayudar a sus dos hermanos sacerdotes. Y así, seguramente hay otros casos.
Aunque, es evidente, que la mayoría de gente encuentra su vocación en el matrimonio. Que también es un camino santo y noble, ¡faltaba más!
UNA RAZÓN DE PESO
En el evangelio aparece una historia inventada maliciosamente por parte de los saduceos que le comentan a Jesús un caso retorcido con tal de negar la resurrección de los muertos. Es aquella de la pobre mujer que se casó con un hombre y enviudó. Pero la ley judía pedía que el hermano de su anterior marido la tomara como esposa y así poder dar descendencia al hermano mayor. Pero también enviudó y se casó con el tercero, y así hasta siete. Una cuestión ficticia y desagradable.
Yo te voy a compartir una historia verdadera de una de las grandes santas de los primeros siglos de la Iglesia: Santa Cecilia. Se trata de la santa que más basílicas tuvo en Roma y quizá más templos en toda la cristiandad; la más ensalzada por pintores y escultores, y la más celebrada por los músicos, porque es su patrona.
Era de familia noble. El linaje de los Cecilios (la gens Caecilia) tenía fama y prestigio desde cientos de años antes de Cristo. Una de sus antepasadas fue Caya Cecilia, que quedó en la historia como referente de esposa ejemplar. Tanto es así que en los matrimonios de los jóvenes patricios se prometía la fidelidad con la fórmula:
“Ubi tu Caius, ego Caia”: “Donde tú seas Cayo, yo seré Caya”.
Cecilia quedó huérfana muy pequeña. Quizá fuera cristiana desde su nacimiento, pero fue hasta los trece años que recibió el bautismo; así se hacía en el siglo II.
Era culta y tenía dotes para la música. Tuvo trato con el obispo Urbano (el obispo de Roma, o sea el Papa), que la instruyó en la fe.
SANTA CECILIA
Era caritativa. En la vía Appia, a las afueras de Roma, junto a la tumba de los Cecilios, reunía a los pobres para darles limosna.
Era piadosa. Llevaba siempre los evangelios junto al corazón escondidos en los pliegues de la túnica. De su oración habla una vieja inscripción que dice: “Esta es la casa donde oraba Santa Cecilia”, y también el hecho de que le pidió a Dios tiempo para consagrar como templo su domicilio antes de morir. O sea, aquella fue una de las primeras iglesias romanas, una casa-iglesia (Domus eccleasiae).
Su pureza era tal que se la ofreció a Dios en un voto secreto de perpetua virginidad. Tan secreto que ni sus tutores, cristianos o no, lo conocían, y por eso, como era costumbre, le buscaron un esposo, de linaje tan noble como el suyo: Valeriano. Lo único es que este joven era todavía infiel.
Cecilia, jurídicamente, tenía que aceptar el compromiso matrimonial, pero en su oración había logrado del Señor que le enviara visiblemente al ángel de su guarda con la promesa de que defendería su virginidad.
La situación era complicada. Pero confiando en Dios y confortada por el ángel, decidió plantearle la situación a Valeriano lo antes posible.
Fue el mismo día de la boda.
UNA GRAN PROMESA
Valeriano, ritualmente, le preguntó a Cecilia: -“¿Quién eres tú?” –“Donde tú eres Cayo, yo seré Caya”, dijo la novia.
Siguió el espléndido banquete nupcial. Pero cuando todos se marcharon, Cecilia le dijo a su esposo: -“Querido Valeriano: tengo un secreto que revelarte, si me juras guardar secreto”.
Lo prometió y Cecilia dijo: -“Tengo un ángel de Dios que guarda mi virginidad: si te acercaras a mí con amor impuro, desenvainaría su espada y cortaría en flor tu vida; pero si me amas y respetas mi pureza, se hará tu amigo y nos colmará de bienes”.
Inspirado por Dios Valeriano, estremecido, le dijo: -“Para creer tus palabras tendría que ver al ángel y ver demostrado que no es otro hombre el que ocupa tu corazón. De ser así, los dos morirían a mis manos”.
Cecilia replicó: -“Para ver al ángel tendrás que creer en un solo Dios y ser purificado. Vete a la vía Appia; verás allí un grupo de mendigos que me conocen, salúdalos de mi parte, diles que te lleven con el anciano Urbano y él te hará conocer a Dios, te dará un vestido de color de nieve, y luego, purificado, vuelve a casa y verás al ángel”.
Apenas amaneció, fue y encontró al obispo Urbano. Las actas hablan de una visión celestial en la que se les apareció un anciano vestido de blanco con un libro en las manos que decía: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Señor, Padre de todos”.
JUNTOS ORAN Y LO COMPARTEN TODO
–“¿Crees ya o dudas aún?”- le dijo Urbano. –“Nada más verdadero bajo el firmamento”- respondió. Y después de una rápida catequesis recibió el bautismo.
Dicen que no hay razón para dudar lo sobrenatural de esta visión, porque eran frecuentes en la primitiva Iglesia. Ni tampoco es increíble el que vuelto a su casa encontrara Valeriano a su Cecilia junto al ángel, que tenía en sus manos dos coronas de fragantes rosas purpúreas, que ofreció a cada uno de los desposados, como promesa y símbolo de su triunfo en el martirio.
La corta vida matrimonial de los esposos fue increíble como escribió Tertuliano:
“Juntos oran, juntos se postran ante Dios, juntos ayunan y se instruyen. Juntos van a la iglesia a recibir a Cristo. Comparten las alegrías y las preocupaciones. Ningún secreto, ninguna discusión, ningún disgusto. A ocultas van a repartir sus limosnas. Nada impide que hagan la señal de la cruz, sus devociones externas, sus oraciones. Juntos cantan los himnos y salmos; y sólo rivalizan en servir mejor a Jesucristo” (Ad uxorem). Era el año 176.
En el año 177 hay una cruda persecución contra los cristianos. Alguien denunció a Valeriano. Todavía pudo, de noche, visitarlo Cecilia, acompañada de Urbano.
Cecilia recogió el cadáver, lo embalsamó y lo depositó en un sarcófago.
PATRONA DE LOS MÚSICOS
Poco duró la viudez de Cecilia, cinco meses. Es detenida bajo custodia, hasta que llegara el día de la ejecución, que se retrasó para llevarla a cabo sin que en el pueblo pudiera haber protestas o alborotos.
Cuando llegó el día, la mandaron encerrar en el cuarto de la calefacción. Tenía que morir asfixiada. Pero pasaba el tiempo y Cecilia seguía entonando sus cánticos al Señor. Así que le dieron orden a un soldado de degollarla: le dio tres tajos y, como la ley no permitía un golpe más, la dejaron por muerta. Todavía vivió tres días, y al fin expiró con una sonrisa y con las manos enlazadas de manera que una mostrara el índice, y tres dedos la otra, confesando la unidad de Dios y trinidad de personas. Así está representa en una bellísima estatua de su basílica en Roma.
La leyenda dice que no pudieron degollarla por la fuerza de sus cuerdas vocales, y por eso es patrona de los músicos.
Ahí la tienes.
Antes que enredarnos en discusiones matrimoniales he preferido contarte la vida de esta mujer que fue esposa y virgen. Tal vez así nos animamos hoy a pedirle por la santidad de quienes siguen el camino matrimonial y también por el de aquellos que se entregan a Dios en el celibato o la virginidad.

