Hoy la Iglesia celebra la memoria de uno de los grandes santos de Occidente. Es una de esas columnas, no columnas apostólicas, no es uno de los doce apóstoles, pero es una de las columnas de la Iglesia de Occidente.
De hecho, en la Basílica de San Pedro, al fondo, se encuentra la estatua o la escultura de la Cátedra de San Pedro. O sea, esa silla que es la sede que le corresponde al Papa. Sosteniendo esa sede, esa silla, hay cuatro Padres de la Iglesia: dos de Oriente y dos de Occidente. Uno de los dos de Occidente es el santo que celebramos hoy: san Agustín.
San Agustín vivió en el siglo IV y V, y fue uno de esos primeros santos Padres de la Iglesia, filósofos y teólogos, que con su pensamiento fueron conformando toda la doctrina de la Iglesia, toda la doctrina de la fe que hoy profesamos.
San Agustín, que era una persona muy inteligente y un gran pensador, fue estudiando en distintos períodos toda la doctrina, al principio a partir de las herejías, porque él pasó por distintas herejías, distintos momentos en que creía cosas distintas a las que enseñaba a la Iglesia.
Pero poco a poco se fue dando cuenta de que la verdadera fe y, sobre todo, lo que le llenaba su corazón, era la fe cristiana, la fe católica. Entonces se convirtió.
Él cuenta todo su proceso de conversión en su libro “Las confesiones”. Es un libro que vale la pena leerlo. Vale mucho la pena leerlo, porque nos ayuda a ir viendo cómo es el proceso de conversión de una persona y cómo también nosotros necesitamos ir convirtiéndonos, ir volviendo una y otra vez a la fe.
CONVERSIÓN SAN AGUSTÍN
Pensaba que nos podía servir para este rato de oración comenzar con un pasaje de este libro, “Las confesiones”, ya que nos muestra esa fe de san Agustín en la gracia. En cómo la gracia toca los corazones y los convierte, cómo es acción más de Dios que de nosotros mismos, nuestra propia conversión.
Cuenta san Agustín que, en un momento clave de todo ese proceso de conversión, que duró varios años, estaba reflexionando sobre sí debería o no dar ese paso de bautizarse, de convertirse; y no se decidía, porque él se da cuenta que convertirse significaba mucho. Significaba dejar de lado muchas de sus ideas, su estilo de vida y todos esos pensamientos le comían por dentro, lloraba y sufría.
Cuenta san Agustín, en sus en sus memorias, en las confesiones:
“Decía estas cosas y lloraba con muy dolorosa contrición de mi corazón. De repente oigo una voz de la casa vecina, una voz como no sé si de un niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: ¡Toma y lee! ¡Toma y lee! De repente, cambiando de semblante, me puse con toda atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a plantar algo parecido. Pero no recordaba haber oído jamás cosas semejantes y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo donde topase.”
(Confesiones, VII, 12,29)
San Agustín obedece a este impulso de ir a mirar la Escritura y lee lo primero que apareciera. Y sigue contando san Agustín:
“Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que me vino a los ojos: “No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones, sino revestidos de nuestro Señor Jesucristo, y no cuidéis la de la carne, con demasiados deseos. (Rom. 13. 13-14).”
(Confesiones, VII, 12,29).
REVESTIRSE LA GRACIA
Este es un extracto de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Roma, en que anima a esos romanos de esa primera época a revestirse con la vida de Nuestro Señor Jesucristo.
Este es uno de los temas principales de la Carta de San Pablo a los Romanos, que influye especialmente en toda la filosofía de san Agustín: el tema de revestirse de la gracia de Dios. Revístanse de Jesucristo, llénense de la vida de Jesucristo, de la gracia, que es lo que los va a ayudar a convertirse, es lo que les va a dar todo lo que necesitarán para llegar a la felicidad.
Nosotros podemos pensar, en este rato de oración: ¿cómo es nuestro proceso de conversión? ¿Cómo es nuestro camino hacia el Señor? ¿Si estamos fijándonos más en esas cosas de la tierra?
San Pablo, en este pasaje que lee san Agustín habla muy claramente: “No en comilonas y embriagueces, no lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones…”.
O sea, no en las cosas de la tierra: en la comida, la bebida, la soberbia, en la ira, en la rivalidad con los demás. Sino que nuestra alma descanse en la vida de Jesucristo. No sólo en conocer intelectualmente una vida, que eso, quizá, en un día simplemente leyendo el evangelio podría lograrlo.
Sino leyendo el evangelio, conociendo a Jesucristo, haciéndose uno con Él. A través de los sacramentos, a través de su gracia y llenando el corazón de lo que de verdad vale la pena: de la vida de Jesucristo, de la gracia de Jesucristo, que él sea el que nos tome de la mano y que nos vaya llevando hacia nuestra felicidad.
HACERLE ESPACIO EN EL CORAZÓN AL SEÑOR
San Agustín lee esta frase y toma esa decisión: sí es ahora cuando tengo que convertirme; ahora tengo que dejar las cosas que tenía antes -mi estilo de vida, mis ideas, mi pensamiento- para hacerle un espacio en mi corazón al Señor.
San Agustín se dio cuenta que, no es él el que tenía que hacer cosas para ganarse la bondad, la gracia, la fuerza de Dios, sino que simplemente tenía que dejar ese espacio en su corazón para Dios. Tenía que dejar entrar a Dios y que Dios se hiciera cargo de su propia vida.
No somos nosotros los que hacemos las cosas. No somos nosotros los que, con nuestro trabajo, con nuestra fuerza nos ganamos el cielo, nos ganamos la salvación. Sino que Dios mismo es el que entra en nuestro corazón, nos convierte, actúa en nosotros.
Y luego, cuando tenemos al Señor dentro, es el Señor el que nos va dando la fuerza -contando con nuestra libertad, nunca forzándonos- el que nos ayuda a hacer buenas acciones, a salir de nosotros mismos, a salir al encuentro del prójimo, al encuentro de los demás, a trabajar bien, por amor. A sacar adelante nuestra propia santidad y ayudar a otros a llegar a ella.
El Señor es el que, cuando nos revestimos de Nuestro Señor Jesucristo, cuando nos revestimos de Él, es Él el que va a empezar a actuar en nosotros. Dice san Agustín en una de sus obras: “(…) más esta gracia de Cristo, sin la cual ni los niños ni los adultos pueden salvarse, no se da por méritos, sino gratis, de donde recibe el nombre de gracia. Fuimos justificados dice gratuitamente por su sangre…”
EL SEÑOR NOS LLENA DE SU GRACIA
El Señor, cuando nosotros lo aceptamos libremente nos llena de esa gracia, que es gratis, que no es que la tengamos que comprar. Sino que viene a nuestro corazón de forma gratuita.
De ahí viene su nombre, como bien lo dice san Agustín, en este pasaje: “Gratis de donde recibe el nombre de gracia…” El Señor nos llena de esa gracia y nos quiere ayudar a nosotros a llegar al cielo.
Señor, gracias, muchas gracias por este don en este rato de oración que ya estás llegando a su fin. Te agradecemos mucho que nos hayas querido revestir con tu gracia y te pedimos ayuda para conservar este tesoro completo, que lo conservemos siempre en nuestro corazón.
Como lo hizo Nuestra Madre Santísima, la Virgen. Ella, llena de gracia, conservó ese tesoro, lo cuidaba, protegía, custodiaba… Señor, que nosotros también seamos como la Virgen, esos custodios de tu gracia en nuestro corazón.
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