«Los apóstoles le dijeron al Señor: “— Auméntanos la fe”.
Respondió el Señor: — “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, dirían a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y les obedecería. Si uno de ustedes tiene un siervo en la labranza o con el ganado y regresa del campo, ¿acaso le dice: Entra enseguida y siéntate a la mesa? Por el contrario, ¿no le dirá más bien: ‘Prepárame la cena y disponte a servirme mientras como y bebo, que después comerás y beberás tú?’ ¿Es que tiene que agradecerle al siervo el que haya hecho lo que se le había mandado? Pues igual ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se os ha mandado, decid: ‘Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer’”»
(Lc 17, 5-10).
Estas palabras las tengo presentes porque le gustaba repetirlas a san Josemaría:
«Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer».
Así de sopetón pueden parecer una valoración negativa o como si quien la dice tiene baja autoestima. Pero no. Te comparto una explicación que a mí me ha servido. Esta parábola,
“a pesar de su apariencia un poco severa, es, como todas las parábolas de Jesús, una parábola de amor y de libertad. ¿En qué sentido?
Nos invita en primer lugar a no creernos indispensables. Lo cual, a fin de cuentas, es muy liberador. Creernos indispensables nos conduce a preocupaciones de las que el Señor quiere alejarnos.
Pero, sobre todo, Jesús nos invita a adoptar esta otra actitud: comprender que todo el trabajo que hacemos por Dios (o por los demás) no nos da «derechos» sobre Él, derecho a una consideración o a una recompensa particular. Haber hecho el bien debe empujarnos al agradecimiento, eso es todo. Sin reivindicaciones. Nuestra relación con Dios estará entonces basada en un dar y recibir que es gratuito, y no se fundamentará en un mercadeo, en cálculos más o menos conscientes.
Si no adoptamos esta perspectiva corremos el riesgo de ser siempre desgraciados y quedar permanentemente descontentos. Nuestra relación con Dios se fundamentará entonces en una contabilidad, como quien compara dos columnas: en la primera escribiríamos lo que le hemos dado a Dios, y en la otra, lo recibido a cambio: y nunca estaremos satisfechos con esa cuenta, a causa de nuestras heridas psíquicas, de nuestras comparaciones, de nuestra envidia, de nuestro amor propio, etc.
Por el contrario, si me digo a mí mismo: ‘No he hecho más que mi deber, soy un siervo inútil, el bien que he realizado es un puro don de Dios que no me autoriza a pedir nada a cambio…’, entonces seré libre y estaré siempre satisfecho. Si, como dice Jesús, mi mano derecha ignora lo que hace mi izquierda (Mt 6, 3), si no busco establecer ninguna correlación ni proporcionalidad entre lo que doy y lo que recibo, si no reclamo nada a cambio de lo que he dado, siempre estaré contento. Recibiré entonces mucho, no en función de un mérito que presento, sino en función de la generosidad de Dios. Apoyándose más en la generosidad de Dios y menos en los méritos personales, se gana siempre. Porque aquella es infinita, y estos, bastante limitados…”
(La felicidad donde no se espera, Jacques Philippe)
O sea, si me saca de esa mentalidad me daré cuenta de que todo es don, todo es regalo. ¡Que Dios ha sido tan bueno conmigo que sólo tengo razones para agradecerle!
Porque, en todo caso, me ha dado la oportunidad de hacer algo por Él y por los demás. Ha confiado en mí y yo he hecho lo que he podido. Con eso Dios ha estado, y está, contento.
DON IGNACIO ORBEGOZO
Leía la biografía de don Ignacio Orbegozo, un sacerdote del Opus Dei, a quien en 1957 el Papa Pío XII nombró primer prelado de la Prelatura de Yauyos (en los andes peruanos) y en 1968 fue transferido como obispo de la Diócesis de Chiclayo (sí, esa misma diócesis donde el Papa León XIV fue obispo años más tarde) y ahí estuvo hasta su muerte con 75 años. Participó activamente en el Concilio Vaticano II y fue Gran Canciller de la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo. ¡Vaya curriculum! ¿no?
Pues me gustaron mucho las palabras que pronunció con ocasión de una celebración adelantada de su cumpleaños 75, pocos meses antes de fallecer.
“Pensé en lo que había meditado en oración y también lo que se me había venido a la cabeza. Me imaginaba cómo había sido mi vida aquí.
Me sentía un niño muy pequeño, de aquellos que arrancan a caminar con ánimo de no dejar nada derecho; y en la fiesta donde están familiares, visitas y gentes hacen destrozo y medio.
En la casa había un chiquillo que arrancó corriendo y por allá saltó por encima de una estantería donde había una porcelana fina, una porcelana de Sevres. El chiquillo fue y: ¡pum! la agarró con las dos manos y arrancó a corretear por allí con esa carga; y dejó sin respiración a toda esa gente. Todo el mundo estaba esperando en qué esquina le iba a dar un coscorrón e iba a hacer leña la porcelana de Sevres.
El chiquillo se paseó por toda la casa corriendo. Nadie dijo nada, nada absolutamente. Todo el mundo pensaba: lo suelta y es el final. Hasta que por fin el chiquillo fue y dejó la porcelana en una silla, se aburrió y se mandó mudar. Entonces la gente respiró tranquila. Y yo me dije: ¡Así ha sido mi vida!
Fui a Yauyos nombrado por Pío XII. De Pío XII hasta ahora que hablo ha habido una sucesión de Papas. Jefes de Estado, en el Perú, desde Odría. Y mucha gente de todo tenor, que era de alguna manera mi público.
Y yo me sentía pequeño con la porcelana en la mano, yendo de aquí para allá y para más allá, y que había tenido a toda esa gente: al fundador del Opus Dei, a los romanos pontífices, a los peruanos con los que he estado todos estos años, casi sin respirar, viendo dónde lo rompía y que por fin, resulta que estaba terminando mi vida, estaba dejando la porcelana: ¡qué porcelana fina es! porque han sido todas las gentes que yo he tratado, maravillosas gentes en 41 años y que por fin estaba dejando la porcelana en una aradita, sin romper.
Me sentía bien y –es verdad– me siento muy bien. Mi vida no será una maravilla, no habré hecho una carrera de medalla de oro; no, no; pero puedo dejar la porcelana tranquilo. No la he roto. Me encomendaron un asunto, lo he tenido entre manos un tiempo, era una cosa muy fina y he podido devolverla sin romper. Me parece bien”
(D. Ignacio. Por las montañas a las estrellas, Federico Prieto Celi).
¡Me encanta! Dime si no es como decir:
«Soy un siervo inútil; no he hecho más que lo que tenía que hacer».
Pero no dicho con pesimismo sino con agradecimiento. Casi con la alegría de poder decir: “¡lo hice! ¡lo conseguí! ¡misión cumplida!”
Madre mía, te pido poder decir algo parecido cuando termine mi vida:
“Me encomendaron un asunto, lo he tenido entre manos un tiempo, era una cosa muy fina y he podido devolverla sin romper. Me parece bien”.
«No he hecho más que lo que tenía que hacer».
¡Gracias por dejarme hacerlo!
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