«Cuando salía Jesús para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante Él, le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno solo: Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre”.
“Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia” y Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él»
(Mc 10, 17-21).
Esta es la famosísima historia del joven rico, que no está hoy en el evangelio, no hace parte hoy de la liturgia. ¿Por qué la traigo a esta meditación? Porque yo cada día leo cinco minutos el Evangelio y es la lectura que he hecho precisamente hoy. Y luego he ido a la lectura del Evangelio de la misa de hoy y, Señor, tienen mucho que ver, tienen muchísima relación. No sé por qué he pensado mal del joven rico, no sé por qué.
Puede ser uno de los caminos posibles, ¿qué le pasa a este joven? Que después de que Tú, Jesús, fijas en él tu mirada cariñosa, tu mirada de Amigo, de Padre, tu mirada de que te haces cargo de las cosas de todos, de nuestras cosas, le dices:
«Una cosa te falta, una sola cosa te falta, anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el Cielo; y luego ven y sígueme».
Y entonces dice el evangelista san Marcos:
«Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste porque tenía muchas posesiones»
(Mc 10, 21-22).
Señor, quiero, antes de pasar al Evangelio, comentar algo breve de este encuentro con el joven rico. Es un encuentro que recuerda un poquito también la vocación de los primeros discípulos, pero comienza de otra forma. Porque es el joven el que pregunta y sigue después con la misma manera como llamas Tú a tus apóstoles, con tu mirada; Tú los miras y los llamas.
Eso mismo pasó con el joven rico: lo miraste, lo amaste con predilección; además, lo elegiste y le dijiste que te siguiera: «Anda, haz esto y ven y sígueme»
¡Cómo apreciaste a ese joven! Pero él se fue triste. No quiso responder con generosidad a lo que Tú, Señor, le pedías.
Y en esta ocasión, Señor, me imagino que Tú conversarías con los apóstoles sobre la necesidad de la pobreza, de desprenderse de los bienes materiales para conseguir una libertad interior, una libertad de corazón.
Las virtudes, todas se viven, es para tener un corazón entregado a Dios. Fíjate, piensa tú con calma, que todas las virtudes cristianas son para poner el corazón en Dios. Si hay alguna virtud que no vivas, seguro no tienes allí el corazón puesto en Dios, lo tienes en ti, en el mundo, en los bienes.
SAN ANTONIO DE PADUA
Bueno pues, ahora sí paso al Evangelio de la misa de hoy, porque se está comentando uno de los mandamientos; más concretamente, el mandamiento de la pureza y de la castidad. Entonces Tú dices muy clarito, Señor:
«Todo el que mira una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón»
(Mt 5, 28).
¿Qué tiene esto que ver con el joven rico? Señor, el joven rico era frívolo porque tenía su corazón puesto en las cosas materiales, en las riquezas. Y una persona que tiene su corazón, sus ojos, sus intereses puestos en las riquezas, en la comodidad, en el lujo, en los caprichos, es muy fácil que dé un pasito más a la impureza, al descuido de la mirada, al descuido de la pureza de su corazón.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
(Mt 5, 8).
Hoy es la fiesta de san Antonio de Padua, es la fiesta de este santo, hoy es su día y fíjate lo que decía san Antonio de Padua:
“Si no se resiste a la lujuria, perece todo, hasta lo que parecía bueno. Donde hay riqueza y placeres, allí se esconde la lujuria. La lujuria ciega y ambiciosa siempre ansía más”.
¿Cuándo dijo esto san Antonio de Padua? ¡En el siglo XIII! Pensemos si esto tiene actualidad.
«Todo el que mira una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón».
Señor, eso es lo que Tú dices hoy en el Evangelio. Y hoy la lujuria, ¿por dónde entra? Pues por los ojos.
Yo no quiero ser fatalista, yo no tengo nada contra nadie ni contra ninguna cosa buena que hay en este mundo, pero la lujuria entra por los ojos y ¿qué tenemos en las manos muchas veces? Cosas que vemos, que consumimos con los ojos: los celulares, las tablets, los computadores, la televisión, la calle… y se pueden ir, Señor, corrompiendo las almas, los corazones, el mundo interior.
¿Y esto qué tiene que ver con la pobreza? Bueno, pues qué bueno es vivir las dos virtudes muy de la mano. La pobreza, el desprendimiento, para tener una libertad de espíritu y luego una mirada limpia, una mirada pura, una mirada que esté puesta en Dios, que esté puesta en el corazón de Dios.
Me acuerdo el consejo que le daba un padre a su hijo:
“Hijo, guarda lo que mires con los ojos, porque con esos ojos verás a Dios”.
Señor cómo no recordar tus palabras:
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
PONER EL CORAZÓN EN TODAS LAS COSAS
¿Será Señor que los bienaventurados y los limpios de corazón viven también la virtud de la pobreza, del desprendimiento o están como ávidos de la comodidad, del lujo, del capricho?
El corazón es el que tiene que ver, el que tiene que mirar. El corazón es el que tiene que vivir esa libertad para poder poner el corazón con fuerza en Ti, Señor y en las almas, en el servicio también a las almas.
No podemos plastificar el corazón como se plastifica un libro, una revista o algo que uno quiere que no se ensucie. ¡No! El corazón como es de carne se pega a cualquier cosa. Por eso Señor, qué bueno que se pegue a Ti, que te mire a Ti, que se dirija a Ti, poner todo el corazón en Ti, el corazón como es.
Señor ayúdanos, necesitamos mucho de tu gracia, de tu bendición, porque estamos en el mundo y el mundo atrae, los sentidos están siempre despiertos y por eso Señor necesitamos una gracia especial de Ti para que nos ayudes a vivir bien la virtud de la castidad, de la pureza, poner los ojos, el corazón en Ti.
Me acuerdo, la mamá de san Josemaría le decía:
“Hijo, tú vas a sufrir mucho porque pones el corazón en todas las cosas”.
¿Una persona que pone el corazón en todas las cosas, necesariamente es una persona impura, necesariamente es una persona que no vive la pobreza? ¡Todo lo contrario! Poner todo el corazón en algo es precisamente la solución. Por eso, para vivir bien la virtud de la pureza y hoy como se habla de los ojos, no es no mirar, sino mirar. ¿A quién? A Dios. Mirar con los ojos de Dios. ¿Cómo se la pasaría mirando Jesucristo, si va a un centro comercial o si va por la calle? ¿Cómo miraría Jesús en este momento, en este tiempo?
Bueno, Señor, no me pidas el alma hasta que no te haya entregado todo mi corazón. Un corazón puro, un corazón con buenos sentimientos, un corazón con tus sentimientos.
Vamos a terminar acudiendo a nuestra Madre:
“Bendita sea tu pureza y eternamente lo seas, pues todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza. A ti, celestial Princesa, Virgen sagrada María, yo te ofrezco en este día: alma, vida y corazón. Mírame con compasión, no me dejes, no me dejes, Madre mía”.