Hoy quiero comentar la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles donde vemos a san Pablo en Atenas, esperando que llegaran Silas y Timoteo.
Mientras los esperaba, pues no es que se pusiera a hacer turismo propiamente; mientras veía y contemplaba el panorama de ese tiempo -moderno para él, claro, porque en Atenas era donde estaba la cultura, el mundo civilizado de los atenienses- se da cuenta que era una cultura alejada de Dios donde había, por ejemplo, presencia de ídolos, donde había confusión; y su espíritu se consume en ese celo por las almas y en ese celo por amor a Dios.
No puede caber en el hombre que ama Dios indiferencia ante el error porque estaríamos aceptando que las almas no te conozcan, no te traten, no te amen y que se puedan perder.
¿Y entonces qué hace san Pablo? Busca la ocasión para darles a conocer al Dios verdadero.
«Entonces va al areópago
(donde se reunían los atenienses para sus coloquios, disputas intelectuales)
diciendo: “Ciudadanos atenienses, veo que sois muy religiosos porque al pasar mirando las estatuas de vuestros dioses, he encontrado un altar con esta inscripción: «Al dios desconocido». Pues ese dios que vosotros adoráis sin conocerle es el que yo vengo a anunciaros»
(Hch 17, 22-23).
¿Qué tal ese proemio, ese prólogo de san Pablo? ¡Estupendo, fantástico! Se abre a los atenienses; les da la oportunidad y la posibilidad de predicarles a Jesucristo, de hablarles de Jesucristo, de dar doctrina.
Jesús, ahora nosotros que estamos haciendo oración, qué bueno poder hablar de Ti qué bueno poder dar doctrina, qué bueno poder tener la ocasión de no callarnos la verdad, ni que los respetos humanos, ni que las diferencias de cultura, ni de lengua de raza, ni la indiferencia o aparente frialdad de algunos, que nada de eso nos puede apartar de la necesidad que tenemos Jesús, de hablar de Ti, de que muchos te puedan conocer.
Como Pablo, cada uno de nosotros ha de sentir por encima de todo, la urgencia del apostolado. Claro, somos apóstoles, seguidores de Jesucristo. Porque entre esos deberes que nos unen con Dios y con la Iglesia, hay uno que es principal: procurar defender las verdades cristianas y también refutar un poco los errores.
No es que estemos todo el día debatiendo y defendiendo… ¡no! Donde haya amistad, donde haya amabilidad, donde haya trato natural con nuestros iguales…
SAL DEL EJEMPLO
«Vosotros sois la luz del mundo; no puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte. Ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»
(Mt 5, 14-16).
Esto es un pasaje del evangelio de san Mateo. Efectivamente, es necesario edificar con la sal del ejemplo, pero para después iluminar con la luz de la palabra, con la luz de la doctrina.
Lo que convirtió a los primeros cristianos fue la novedad de un espíritu puesto en práctica. La vida de los primeros cristianos era así, pero también recibieron la luz de la doctrina.
Primero buscaban la sal, la vida, la santidad, el comportamiento informado por la caridad en esas primitivas comunidades cristianas, pero después atraídos por la alegría y la paz, se abrían a la luz de la doctrina para poder penetrar más en el misterio de la gracia que impulsa la vida de todos los cristianos.
Pues Señor que así, movidos por el ejemplo, todas las personas se sientan interrogadas y adviertan el deseo de conocer mejor las razones de la esperanza cristiana de formarse, de conocer la doctrina por la que se sienten atraídos.
MEMORIAS DEL ORATORIO
Hace unos meses me terminé de leer Memorias del Oratorio que es un libro autobiográfico que escribe el mismo Don Bosco, que cuenta el inicio del oratorio. Voy a leer una parte de del libro que no tiene desperdicio:
“El día solemne de la Inmaculada Concepción de María, el 8 de diciembre de 1841, estaba, a la hora establecida, revistiéndome de los ornamentos sagrados para celebrar la santa misa. El sacristán José Comotti, al ver a un jovencito en un rincón, le invitó a que me ayudara la misa.
– No sé hacerlo, respondió él, muy avergonzado.
– Ven, dijo el otro, tienes que ayudar.
– No sé, contestó el jovencito; no lo he hecho nunca.
– Eres un animal, le dijo el sacristán muy furioso. Si no sabes ayudar, ¿entonces a qué vienes aquí?
Y diciendo esto, agarró el mango del plumero y la emprendió a golpes contra las espaldas y la cabeza del pobre chico. Entonces yo grité en alta voz:
– Pero ¿qué haces? ¿Por qué le pegas de ese modo? ¿Qué te ha hecho?
– ¿A qué viene a la Sacristía si no sabe ayudar a la misa?
– Haces mal.
– ¿Y a usted qué le importa?
– Me importa mucho; se trata de un amigo mío; llámalo en seguida que voy a hablar con él.
Se puso a llamarlo:
– ¡Oye, pillo!
Y corriendo tras él y asegurándole mejor trato, lo condujo de nuevo. Llegó temblando y llorando el pobre chico por los golpes recibidos.
– ¿Ya has oído misa? Le dije con la mayor amabilidad que pude.
– No, respondió.
– Ven y la oirás; después querría hablarte de un negocio que te va a gustar.
Accedió sin mayor dificultad. Era mi deseo quitarle la mala impresión recibida del sacristán. Celebrada la santa misa y terminada la acción de gracias, llevé al muchacho al coro. Asegurándole que no tenía por qué temer más palos, con la cara sonriente empecé a preguntarle:
– Amigo, ¿cómo te llamas?
– Bartolomé Garelli.
– ¿De qué pueblo eres?
– De Asti.
– ¿Vive tu padre?
– No, murió ya.
– ¿Y tu madre?
– También murió
– ¿Cuántos años tienes?
– Dieciséis.
– ¿Sabes leer y escribir?
– No sé.
– ¿Has hecho ya la Primera Comunión?
– Todavía no.
– ¿Te has confesado?
– Sí, cuando era pequeño.
– Y ahora, ¿vas al catecismo?
– No me atrevo.
– ¿Por qué?
– Porque los compañeros pequeños saben el catecismo y yo tan mayor, no sé nada. Por eso tengo vergüenza de ir a la catequesis.
– ¿Y si yo te diera catecismo aparte, ¿vendrías?
– Vendría con mucho gusto.
– ¿Te gustaría que fuese aquí mismo?
– Vendría con gusto, siempre que no me peguen.
– Estate tranquilo, nadie te tocará; serás amigo mío y tendrás que vértelas sólo conmigo. ¿Cuándo quieres que comencemos nuestro catecismo?
– Cuando le plazca.
– ¿Esta tarde?
– Sí.
– ¿Quieres ahora mismo?
– Pues sí, ahora mismo con mucho gusto.
[…]
Este es el origen de nuestro Oratorio, que con la bendición del Señor, tomó tal incremento como yo nunca hubiera podido imaginar”
(Memorias del Oratorio de san Francisco de Sales, San Juan Bosco).
Unas páginas después de esta parte que he leído dice que llegaban en número de unos cuatrocientos jóvenes a recibir la formación, el cariño, la luz de Don Bosco -la luz tuya, Jesús. ¡Qué belleza! Como Tú, Señor, Tú no te cansabas de explicar tu forma de actuar; lo hacías con gran sencillez, con gran imaginación, adaptando lo que decías a los oyentes, esa multitud de personas que muchas veces estaban a tu alrededor, Señor.
EL ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE LUZ
¡Claro! Tú querías que la verdad más sublime pudiera llegar a esos entendimientos más sencillos y así facilitabas en todos la conversión, sin forzar nunca la libertad.
Pensaba, Señor, que yo estoy aquí en Bogotá y gracias a Dios en Bogotá -y en Colombia, me atrevería a decir- hay mucha fe y hay muchas instituciones, muy buenas fuentes de piedad (los retiros, labores sociales, peregrinaciones, grupos de oración, romerías, ahora que estamos terminando este mes de mayo). Muy buenas todas esas cosas que despiertan la inquietud por seguirte a Ti, pero qué bueno -oigan el pero-, qué bueno es darle continuidad con una asidua y constante formación: recibir formación, recibir doctrina, dar formación, dar doctrina.
Vamos a terminar. Ahora, cuando nos preparamos para celebrar la Ascensión del Señor -es el próximo domingo- recordamos eso que Cristo ha subido al cielo, pero no nos ha dejado solos. Nos ha prometido el Espíritu Santo que nos conducirá a la verdad plena.
Acudimos a la Virgen, santa María, Madre y maestra de fe y Madre de la Iglesia, para que nos ayude a vivir con pasión la misión que el Señor nos confía. Que ella, que acogió dócilmente la palabra de Dios y la meditaba en su corazón, nos enseñe a acoger, a vivir y a transmitir la doctrina verdadera.
Vamos a suplicar también al Espíritu Santo, que renueve en nosotros el fuego de Pentecostés, que nos dé luz para comprender, fuerza para testimoniar y amor para evangelizar con alegría.