ESCUCHA LA MEDITACIÓN

LA MIRADA DE HÉCTOR

Con aquel mouse que guiaba con la retina, nos habló, se rio, recordó nombres, hizo bromas. Y en cada palabra suya, en cada mirada, sentí que eras Tú, Jesús, quien sonreía desde esa cama.

Aquí estoy, Señor, frente a Ti en este Oratorio, de este colegio donde trabajo ahora y donde me he encontrado con mucha gente, con muchas historias, una mejor que la otra.

Hoy te quiero platicar, Jesús, de una de ellas que me dejó especialmente impresionado, porque me enteré hace unos días de la muerte de Héctor. Tuve la suerte de haberlo visitado hace un mes, no porque yo lo haya buscado, sino porque un amigo suyo, Juan me llevó a verlo. Sin pensarlo demasiado me dijo: Vamos a ver a Héctor, ya le dije que quiero que lo conozcas igual.

Juan, con su audacia habitual, me llevó a ver a Héctor. Yo no sabía lo que me esperaba. Ahora sí sé que eras Tú, Jesús, quien me estaba preparando para una cita en donde me iba a encontrar, en realidad, contigo.

Porque en esa casa y en esa habitación Tú me estabas esperando en el rostro de un hombre enfermo, inmóvil, pero lleno de luz. Al entrar, Señor, vi a Héctor postrado, sin poder moverse, sin poder hablar, prisionero de un cuerpo que ya no respondía. Fueron siete años de enfermedad y, sin embargo, ¡qué vida, Jesús! ¡Qué plenitud en su mirada!

Su cuerpo parecía cansado, pero su alma estaba que ardía. Y con aquel mouse que guiaba con la retina, con la mirada de los ojos, con una tecnología, nos habló, se rio.

Recordamos nombres, porque tenemos amigos en común. Hacía bromas y en cada palabra suya y sobre todo, en cada mirada suya, sentí que eras tu Jesús, quien sonreía desde esa cama.

Fue una de esas visitas en que uno “visita al enfermo”, pero, en realidad, es el enfermo quien es visitado por Ti. Soy yo quien fui visitado por Ti, Señor, a través de Héctor.

VIVIR CON JESÚS

Al salir le dije a Juan que me había impresionado mucho su serenidad, pero, sobre todo su buen humor. Que, a pesar de estar en esas condiciones, en donde no negaba su dolor, encontré en él una mirada con una alegría profunda, limpia, como un río que no se seca.

Al comentarle esto a Juan, con esa sabiduría de los hombres de esta tierra, inmediatamente me dijo: Padre, cierre la venta, escríbale, no deje que quede en una historia bonita, escríbale, vuelvan a quedar a verse.

Entonces, pues yo no pude menos que enviarle un WhatsApp a Héctor diciéndole lo mucho que me había alegrado haberlo ido a ver y que cuándo nos podíamos volver a ver.

Héctor me respondió con la elegancia de su alma: “Al contrario, ¡my pleasure! Me dio mucho gusto conocernos. Que pronto nos volvamos a ver, mil gracias por venir”.

Jesús, estas palabras “que pronto nos volvamos a ver” pienso que son como un testamento espiritual, no de alguien que se despide de la vida, sino de alguien que ya vive contigo, porque sólo quien vive en tu Reino puede hablar de esa paz, con esa paz, con esa ligereza, con ese buen humor en medio del dolor.

TENER UN CORAZÓN SIN DIVISIÓN

nuestro fin

Entonces pienso en el Evangelio de hoy, Señor, en aquel pasaje en el que Tú expulsas un demonio, y dice el Evangelio que algunos al verte liberar a un hombre, te acusaron de hacerlo con el poder de Belcebú. ¡Que absurdo Jesús!

Ver al bien actuar y llamarlo mal; ver la luz y confundirla con tinieblas. Pero Tú, con esa claridad que sólo viene del cielo, le respondiste:

“Todo reino dividido contra sí mismo cae…” (cfr. Lc 11, 17).

Ahí, en esa frase, Señor, está toda una enseñanza para nosotros. Porque sí, hay muchos reinos divididos y a veces no los vemos en los gobiernos ni en los pueblos, sino en nuestro propio interior, en ese corazón que tantas veces está roto por dentro, dividido entre lo que cree y lo que hace, entre el deseo de amar y el miedo a entregarse, entre la fe que proclamamos y la vida que realmente llevamos.

Pero cuando pienso en Héctor, pienso en un corazón que Tú fuiste sanando hasta que lograste unirlo de nuevo. Un corazón sin división. Sí, su cuerpo se estaba dividiendo, su fuerza se estaba partiendo, pero su alma se fue haciendo cada vez más entera, más unida a Ti, Señor. El demonio no tenía poder ya sobre él.

Su enfermedad era fuerte, pero no lo había roto. Al contrario, lo había hecho más fuerte, más luminoso, más libre.

Y mientras que tantos de nosotros, Señor -y yo me incluyo-, corremos de un lado a otro llenos de salud, de planes, de pantallas. Y, sin embargo, vivimos dispersos, divididos entre el ruido del mundo y el silencio al que Tú nos llamas, pero que tanto miedo nos da…

JESÚS NOS DEVUELVE LA LIBERTAD INTERIOR

LA CARIDAD, PLENITUD DE LA LEY

Tú, Jesús, vienes a expulsar esos demonios que hay dentro de nosotros. No los que hacen escándalo afuera, sino los que se esconden dentro: el egoísmo, la tristeza sin esperanza, la queja, el resentimiento, la comparación, la pereza que nos roba la alegría.

Tú, Jesús, eres el más fuerte del evangelio, aquel que vence, que ata al maligno y que nos devuelve la libertad interior.

Pienso que Héctor fue testigo de esa victoria. Desde su cama, sin moverse, era más libre que muchos que caminan sin rumbo; era más feliz que quienes quizá lo compadecían.

Yo me pregunto, Jesús. ¿No será que ahí está la señal de tu reino? ¿Qué Tú reino no consiste en poder, sino en alegría? ¿No será que los que más sufren, cuando te aman, son los que de verdad reinan contigo? Sí, Señor.

Tú has venido a instaurar un Reino nuevo, un Reino definitivo. Ese Reino tiene un rostro concreto: el rostro de quien sonríe en medio del dolor, de quien perdona cuando ha sido herido, de quien sigue confiando, aunque no entienda nada.

Tu Reino no es el de los fuertes, ni de los que dominan, sino de los que aman. Tu trono es la cruz y Tu corona las espinas del amor llevadas hasta el extremo. Por eso, Señor, frente a Ti quiero pedirte que me regales esa alegría. No una alegría superficial, sino esa alegría tuya que brota del fondo del alma, cuando uno se sabe amado, incluso en la debilidad.

Jesús, enséñame el buen humor de los santos, ese que no es distracción, sino confianza. Tú, Señor, eres el Dios que ríe con ternura, que transforma las lágrimas en siembra de esperanza, haces florecer la vida donde todo parece terminado. Enséñame a reírme contigo.

HAZNOS LIBRES, SEÑOR

Enséñame a reírme de mí. No de los demás, sino de ese orgullo tonto, que me hace tomarme las cosas demasiado en serio, de esa soberbia que no me deja amarte libremente.

Hazme ligero, Señor, hazme libre.

Vamos a terminar, como siempre, acudiendo a la intercesión de la Virgen. Madre mía, tu asististe a Jesús y a José en el taller, mientras, quizá, hacías alguna costura, como lo muestra tantas imágenes tuyas…

Nos estás invitando a imitar ese trabajo, bien hecho, con alegría; incluso, cuando el trabajo cansa, agota. Ayúdame a vivir así, con esa felicidad y cuando llegue el día de ver a tu Hijo cara a cara, permíteme saludarlo con las mismas palabras de Héctor: ¡Qué gusto, Señor, volvernos a ver! ¡My pleasure!


Citas Utilizadas

Jl 1, 13-15; 2, 1-2

Sal 9

Lc 11, 15-26

Reflexiones

Hazme ligero, Señor, hazme libre

Predicado por:

P. Josemaría

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