Jesús, aquí estamos de nuevo hablando contigo. Hablar con Jesús… y quiero comenzar este rato de oración dándote gracias por el regalo inmenso de esta iniciativa: Hablar con Jesús.
Hace unos años comenzó casi en silencio, apenas con un puñado de personas que recibían los audios y los compartían con algún amigo cercano, con su familia. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, esto ha ido creciendo.
Hoy, Señor, son miles y miles los que cada mañana, al comenzar el día, te dedican este rato de oración. Lo hermoso es que detrás de este podcast (porque así se llaman los audios que se reciben por Internet: podcast) detrás hay un ejército oculto.
En Hablar con Jesús trabajan más de ochenta personas, me atrevería incluso a acercarme a las cien personas. La inmensa mayoría voluntarios, que con cariño y discreción lo hacen de manera oculta, sin esperar nada a cambio y hacen posible que Hablar con Jesús llegue a rincones donde de otra manera no llegaríamos.
Pienso también en los sacerdotes. Somos varios sacerdotes desde México hasta Argentina que tenemos esta tarea, porque así lo hemos querido, de predicar estas meditaciones.
Ninguno de los sacerdotes buscamos el reconocimiento, ninguno espera un beneficio personal. Lo hacemos, porque queremos estar contigo Jesús y porque queremos ayudar a otros a hablar contigo.
Sin embargo, Señor, surge la pregunta: ¿Vale la pena predicar? ¿Qué fruto trae todo este esfuerzo? ¿No será que, muchas veces, parece un fracaso o podemos ver detrás un fracaso?
No lo digo porque me falte fe, sino porque Tú, Jesús, en el evangelio de hoy lo pones delante con toda claridad. Tú mismo nos haces ver esa aparente inutilidad de la predicación.
¿PARA QUÉ PREDICAR?
El evangelio de la misa de hoy, Tú dices, Jesús:
“¿A quién compararé los hombres de esta generación?… Son como unos niños en la plaza que se quejan: Tocamos la flauta y no bailaron, entonamos lamentaciones y no lloraron…” (cfr Lc 7, 31-33).
Hablas también de Juan, vino Juan, austero, sin pan ni vino y dijeron:
“tiene un demonio”.
(Lc 7, 33).
Y vienes tú también, Señor, y compartes la mesa con todos y dicen:
“ahí está, un comilón, un borracho amigo de pecadores.”
(cfr Lc 7, 34).
Jesús, qué difícil es agradar a todos y qué fácil es descalificar muchas veces al que predica. Ahí surge la tentación: ¿para qué predicar? ¿Para qué este esfuerzo? Todo el mundo, Señor, termina haciendo lo que le da la gana, menos mal, ¿no?
A veces, se escucha la predicación, la meditación, se agradece, incluso, a veces, se aplaude y luego cada cual sigue el camino como si nada. Yo podría pensar: Señor, al final, ¿puede ser un fracaso?
Pero, Señor, menos mal, Jesús, Tú me enseñas que ahí está precisamente el misterio. Porque no es la fuerza de un discurso la que cambia las almas, no son las palabras bonitas ni las frases brillantes ni los guiones perfectos, no, no, no.
Eso no es lo que transforma un corazón, es Tu gracia, espíritu, es Tú sacrificio en la Cruz. Por eso, la predicación de los sacerdotes en Hablar con Jesús está unida a Ti. Aunque, a veces, parece ser un fracaso a los ojos del mundo o a nuestros ojos o mis ojos, siempre será fecundo.
¡Bendito fracaso! Si me une, Señor, a tu oración también a tu sacrificio, bendito fracaso… Si de ahí nacen hijos de la sabiduría, hombres y mujeres que saben darte la razón. Porque, aunque el mundo entero no te la dé, Señor, los corazones te van dando la razón, van caminando a tu paso, al paso de Dios.
¡GRACIAS, SEÑOR!
Bueno, también tengo que aceptar que, hay veces, Señor, Tú permites que tengamos alguna alegría, que veamos algún fruto. Recuerdo aquella vez que entré en un negocio de comercio textil y la dueña me dijo: Padre, espere, mi esposo viene, lo quiere saludar, lo quiere conocer.
Y cuando llegó se acercó y me dio las gracias. Me contó que cada mañana lo primero que hace es escuchar el audio de Hablar con Jesús, hace ese ratico de oración y lo reenvía a un amigo suyo que está en la cárcel. Allá, en la prisión, ese amigo se reúne con sus compañeros, porque están esperando con ilusión el audio para hacer oración juntos.
Pues Jesús, como no, como no agradecerte cómo, incluso, no emocionarme. Cómo no darte las gracias, porque tu palabra llega hasta los rincones más inesperados. ¿No vale la pena todo este esfuerzo, todo ese trabajo oculto, si un solo preso, una sola persona que sufre se encuentra contigo? Claro, claro.
Tú, Señor, también viviste esa experiencia, predicaste a las multitudes y al final se quedaron unos pocos. Llevaste a tus discípulos, por ejemplo, a orar contigo a Getsemaní, en el Huerto de los Olivos, ¿y qué pasó? ¿Se durmieron?
Algunas veces, cuando los sacerdotes predicamos alguna medicación, la gente se duerme ahí. Bueno, estarán muy cansados, puede ser unas horas terribles, puede haber calor o meditaciones después de los almuerzos…
Y tú, Jesús, subiste a la Cruz y apenas estaban junto a ti tu Madre, Juan, las pocas mujeres. ¿Fue un fracaso? Sí, a los ojos de muchos… Sí a los ojos del mundo, pero fue un fracaso bendito, porque en ese aparente fracaso nos diste la salvación.
PREDICAR NO ES CUESTIÓN DE RESULTADOS VISIBLES
Y aquí está la verdad que necesito recordar cada día: Predicar no es cuestión de resultados visibles. No es para que yo me sienta, no sé, como: qué bien, ¿no? Contento, las estadísticas, los números, los cambios inmediatos… No, no, predicar es sembrar contigo, Señor, aunque no se vea el fruto, no se vea la cosecha.
Los frutos no los conoceremos muchas veces, solo Tú, Jesús, sabes lo que pasa en lo profundo de cada alma que escucha y que hace oración. Eso me basta.
Es verdad, Señor y lo vuelvo a decir con impaciencia santa, te confieso que, a veces, me entra la ilusión de que, después de una predicación, una meditación, la gente salga disparada a poner por obra lo que escuchó, como si fuera el Black Friday. Todos corriendo a hacer fila.
Me encantaría ver esa prisa santa, ese entusiasmo inmediato, pero sé que lo que lo importante, Señor, no es la velocidad de la respuesta, sino lo que hace tu Espíritu, que poco a poco va moviendo el corazón.
Lo importante es que cada alma quiera y eso es lo que te pido hoy en este rato de la acción: Jesús, que, al predicar, las personas le permitan al alma querer, que el alma quiera.
EL SEÑOR NOS ESCUCHA SIEMPRE
Por eso Jesús, hoy quiero terminar este ratico de oración reconociendo con sencillez lo que hacemos los sacerdotes en Hablar con Jesús. No es otra cosa que hacer oración en voz alta, eso es todo, orar en voz alta contigo. Para que muchos, al escucharnos aprendan poco a poco a hacer lo mismo.
Que no se queden solo en oír un audio, sino que ese audio sea como una chispa que encienda el propio diálogo con Jesús. Y que cada oyente descubra que, Jesús siempre está a su lado; que no hace falta esperar a la próxima meditación para hablar contigo, Señor, no.
Todo el día puede ser oración. El trabajo se puede convertir en oración, la familia, el estudio, la comida, el descanso, los amigos. Todo puede convertirse en un diálogo contigo, si aprendemos a vivir en tu presencia.
Jesús, gracias por este bendito fracaso de la predicación, porque me enseñas a confiar más en Ti y menos en mis fuerzas, menos en mis palabras. Y gracias, porque, aunque yo nunca lo vea Tú haces fecunda cada palabra, cada esfuerzo, cada oración compartida.
Lo que importa, no es que nos escuchen miles, lo que importa es que Tú escuchas siempre a cada uno de nosotros. En esa certeza, Señor, quiero descansar y tener hoy esa tranquilidad.