ESCUCHA LA MEDITACIÓN

PEOR QUE PINOCHO EN UN INCENDIO

Las almas más finas y con más amor de Dios suelen tardarse mucho en el confesionario. Y suelen ser las personas con más alegría, más paz.

Este domingo leemos una de las parábolas más cortitas de Jesús, pero no por eso menos poderosa. Es aquella del fariseo y el publicano que van al templo a rezar. ¿Recuerdas la parábola? 

Están los dos en el templo rezando y el fariseo le da gracias a Dios porque no es como las demás personas. Él hace lo que “se tiene que hacer”: Él paga sus impuestos, reza, es generoso. Digamos que está logrando ser lo que se conoce públicamente como un hombre virtuoso. Ese es el fariseo. 

En cambio, el publicano no se atreve ni siquiera a levantar los ojos. Se da golpes de pecho y pide perdón a Dios porque se considera un pecador. Y Jesús termina la parábola diciendo que los dos se van a su casa, pero de forma distinta. Uno vuelve justificado y el otro no. 

A ver, me estoy haciendo bolas. Ya no entendí. Sí, pero ¿cómo? O sea, ¿que el fariseo es el que vuelve justificado? Pues no. No el que parece, pero no es, sino el que no parece, pero sí es. 

Dice Jesús que es el publicano quien vuelve a casa justificado, unido a Dios. Y esto nos lleva a hacer examen en nuestra oración de hoy. 

¿CÓMO REACCIONO ANTE MIS DEFECTOS?

Jesús, ¿cómo me siento contigo cuando rezo? Más en concreto, ¿cómo reacciono ante mis equivocaciones, ante mis defectos? ¿Me siento humillado por ellos o te pido perdón al reconocer que no lo he hecho bien? 

Porque parecería que el ideal cristiano es más parecido al del fariseo que al del publicano; es decir, el ideal de ser don perfectos. 

Y si bien es cierto que ninguno de nosotros somos tan soberbios como para decir, como decía un comediante de la época de tus papás:

“qué bonito soy, qué lindo soy, cómo me quiero, sin mí me muero, jamás me podré olvidar”

(Paco Stanley). 

En el fondo, al comprobar nuestras limitaciones, nos entristecemos. ¿Qué no? Porque no nos gusta tener defectos. ¿Y sabes cómo se llama eso? Se llama soberbia. 

En cambio, el publicano se siente objetivamente mal, haciendo eco a los dichos de nuestro amigo el padrecito Ignoto de otros diez minutos:

“El publicano se siente peor que Pinocho en un incendio, más solo que un piojo en la cabeza de un calvo, más lento que en una carrera de astronautas en la luna, con peor puntería que los malos de Star Wars, porque tiene el jardín de su alma hecho un Amazonas. 

Llega con una lista de intenciones más larga que el cuello de una jirafa y reza, Señor, soy más inútil que los codos de un Playmobil”

REZAR CON HUMILDAD

Fariseo

Ya en serio, este hombre que está hecho un desastre y lo manifiesta hacia Dios, dice Jesús,

«es el que vuelve justificado»

(Lc 18, 9-14).

Así que si alguna vez te has sentido así de mal, según Jesús vas por buen camino, vas por el camino de la humildadhumildad y nada tiene que ver con ser apocado. Vas por buen camino porque estás rezando con la humildad del publicano y no con la soberbia del fariseo. 

Creo que ninguno de nosotros reza como el fariseo. Pero a veces podríamos pensar en el fondo que debería llegar un momento en nuestra vida en que ya no tuviéramos defectos: Ya nunca juzgar, nunca criticar, ser siempre generosos y sacrificados con los demás. 

Pues ¿qué no es este el ideal de la vida cristiana? Yo ya no entiendo nada. Entonces ¿por qué el fariseo no vuelve justificado? Por soberbio, no tanto por lo que hace, sino por sentirse superior a los demás. 

No es que esté mal lo que haga, no es que esté mal pagar impuestos, todo lo contrario, hay que pagar los impuestos. No hay que juzgar, no hay que criticar. Quizá lo malo es la actitud. 

“HOUSTON, TENEMOS UN PROBLEMA”

Por eso, si crees que has llegado a un punto en el que no sabes qué decir al padre cuando te confiesas, al grado de poder llegar a decirle: “pues padre, nada más vengo por la bendición porque no tengo nada de qué confesarme. Todo me ha salido tan bien esta semana que no tengo pecado”. 

Si esto te pasara… “Houston, tenemos un problema”. Porque las almas más finas y con más amor de Dios suelen tardarse mucho en el confesionario y suelen salir con la mayor alegría y la mayor paz que alguien puede tener en esta tierra. 

Cristo resucitado nos dice:

«Mi paz les dejo, mi paz les doy. No como la del mundo»

(Jn 14, 27).

Ahora bien, Jesús nos ofrece una paz distinta a la paz que nos quiere dar el mundo, que se queda a nivel de percepciones en la sensibilidad. 

Sí, eso viene después y se instala en el alma la paz verdadera. Pero no viene porque ya no necesitemos ser perdonados, sino por el contrario, precisamente por haber sido muy perdonados. 

EL AMOR MÁS GRANDE DE DIOS

Por eso, cuando el publicano va al templo y reconoce la necesidad de ser perdonado y se siente subjetivamente mal, se reconoce un desastre, no está contento con lo que ve y está pidiendo perdón, pues es en ese momento cuando se está uniendo más a Dios, porque está recibiendo el amor más grande de Dios, que es su amor misericordioso. 

Es cuando Dios le está dando la paz interior como consecuencia de esa actitud, porque al final eso es lo que importa: ser perdonados, que es lo mismo que decir: ser amados con el amor más grande que nos puede dar Dios: su amor misericordioso.

Es muy necesario para ser auténticamente amados por Dios. Pero para poder ser perdonados, el camino es la humildad. La humildad de reconocer nuestros pecados, de llamar a las cosas por su nombre: “al pan, pan y al vino, vino”. El drama sería no darnos cuenta. 

Fariseo

Quizá un ejemplo rústico nos ayude a entender y es el ejemplo del dolor físico que nos dice que algo no va bien. O sea, el dolor es muy bueno porque nos avisa que hay algo dentro que hay que arreglar. Malo no es sentir dolor. 

Malo es no sentirlo y cuando menos te dieras cuenta, ya estuvieras, por ejemplo, todo invadido de cáncer. Muchas veces no reconocemos el dolor en el alma, pues implica mucha humildad. 

¡Pero qué paradoja! Parecería que la santidad está en no tener pecado cuando en realidad la santidad está más bien en reconocer mi pecado. Parecería que es más difícil no tener pecado, pero es mucho más difícil reconocer con humildad mi pecado. 

Ser santo, por tanto, no consiste en la realización del ideal que me he forjado con la imaginación de hombre perfecto. La santidad consiste en reconocer mi propia realidad y compartirla con Cristo en mi humildad. 

De ahí la importancia de entender el reconocimiento sincero y sencillo de mis faltas y pecados como la gracia más grande que Dios me puede dar. Porque con el reconocimiento de mis pecados, Dios me hace santo. 

Pidámosle a María que nos consiga gracia del Espíritu Santo de no sentirnos decepcionados al comprobar que tenemos que pedirle perdón a Dios, sino todo lo contrario. 

María, refugio de los pecadores, ruega por nosotros.


Citas Utilizadas

Ecl 35, 15-17. 20-22

Sal 33

Lc 18, 9-14

Jn 14, 27

Reflexiones

Jesús, ayúdame a reconocer mi propia realidad para compartirla con Cristo en mi humildad.

Predicado por:

P. Josemaría

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