Jesús, hoy vengo a estar Contigo, me arrodillo, me pongo en Tu presencia. Y quiero que estas palabras que digo en voz alta, pueden ser también la oración de cada uno de los que escuchan esta meditación.
Que todos, en silencio, podamos repetirlas en nuestro interior, despacio, como si fueran propias. Ese es el propósito de estas meditaciones.
Que ayudados por el Evangelio y por las palabras de los santos, especialmente de san Josemaría, el sacerdote que predica, convierta en ruido de palabras mi oración y la del que escucha.
El Evangelio de este domingo nos lleva a un banquete. Tú, Señor, nos invitas a fijarnos en los primeros puestos y en los últimos.
Y nos dices:
«Cuando te conviden, no te sientes en el primer puesto, más bien, ve a ocupar el último. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».
Señor, yo te digo ahora, ¡cuánto me cuesta elegir el último lugar! Muchas veces, en mi corazón, siento la tentación de buscar reconocimiento, de querer que me valoren, de no pasar desapercibido. Y sin embargo, Tú me enseñas otro camino, el de la humildad.
CONOCER MIS MISERIAS
San Josemaría decía un poco en broma que, el mejor negocio del mundo sería comprar a una persona por lo que vale, y venderla por lo que cree que vale.
Y es que el soberbio, es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad. El que siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos.
Pero la humildad en cambio, nos permite mirarnos a nosotros mismos con un sano realismo.
San Josemaría definía la virtud de la humildad, como la virtud que nos ayuda a conocer simultáneamente nuestras miserias y nuestra grandeza.
Pues, pregúntate en tu interior, yo me lo pregunto a mí mismo, ¿cuántas veces te has dejado llevar por la soberbia? ¿Cuántas veces has querido ser el centro de atención, sentirte superior a los demás o despreciar a los otros considerándolos inferiores?
Y ahora vamos a hacer juntos esta petición:
“Jesús, ayúdanos a vernos como somos, con nuestros límites y defectos, pero también con nuestras cualidades y los dones que hemos recibido de Ti para ponerlos al servicio de los demás”.
Jesús, Tú sabes que la soberbia está muy metida en mí: querer parecer más de lo que soy, no aceptar mis límites, no dejar que otros descubran mis debilidades.
HACERNOS PEQUEÑOS
Quiero ser como Adán y Eva, tantas veces quiero ser como Dios en vez de reconocerme como criatura amada. O quiero ser como Judas, que no le parece cómo haces las cosas y las quiero hacer a mi modo, porque pienso, por ridículo que parezca, que es mejor que el Tuyo.
Y Tú, Jesús, me podrías preguntar: ¿Quieres realmente aprender a ser humilde? ¿Quieres que te enseñe a mirarte con mis ojos?
Sigue el consejo de San Josemaría: “
Amigo mío, si tienes deseos de ser grande, hazte pequeño. Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños, rezar como rezan los niños”.
Señor, ayúdame a darme cuenta que la humildad no es despreciarme, ni fingir que no valgo nada. La humildad es la verdad.
La humildad es la virtud que nos ayuda a conocer nuestra miseria y nuestra grandeza, a reconocer lo poco que somos sin Ti pero también lo mucho que valemos porque Tú nos has amado, porque Tú nos has elegido.
Y Jesús, qué difícil es mirarme como Tú me miras con realismo y con cariño. Me da miedo mostrar mi fragilidad.
Pienso que si los demás vieran mis debilidades, dejarían de quererme, dejarían de valorarme, dejarían de admirarme.
Y sin embargo Tú me dices que solo en la verdad se puede construir una vida auténtica. Pues vamos a revisar el corazón.
Señor, me atrevo a presentarme ante Ti y ante los demás como soy. Y ante mí mismo, sin máscaras.
LO PEQUEÑO, LO ESCONDIDO
La Primera Lectura del libro de la Eclesiastés de la Misa de hoy dice:
«Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios».
Señor, cuánto me impresiona esta lógica tan diferente a la del mundo. Lo que el mundo aplaude, el poder, el éxito y el prestigio, para Ti son insignificante.
En cambio, lo pequeño, lo escondido, lo humilde, es lo que tiene un valor incalculable a Tus ojos.
¿Yo qué es lo que estoy buscando normalmente? ¿Tu mirada o los aplausos de los demás? (…)
Por otra parte, están mis miserias, mis errores, mis pecados. Y San Josemaría nos aconsejaba siempre «no perder la paz, ni siquiera por nuestras calles. No admitas el desaliento», nos decía, «porque Dios es nuestra fortaleza».
Y es verdad, Señor. Por una parte me desanimo, es verdad que me desanimo en la lucha interior. Me cuesta aceptar que tropieso una y otra vez en lo mismo.
Detrás de ese desánimo, está la soberbia. Quiero ser perfecto por mis propias fuerzas sin contar Contigo.
SINCERIDAD
Señor, ¿soy capaz de acoger mis fragilidades como ocasión para apoyarme en Ti y no en mí? (…)
Jesús, la humildad me permite levantarme después de cada caída sin amargura. Tú no me desprecias cuando soy débil. Al contrario, me levantas, me unes a Ti.
Si yo reconozco que soy pobre y necesitado, Tú me das lo más grande que existe: Tu amor, misericordioso que me ganaste en la Cruz. Y eso me hace sentir siempre muy seguro.
San Josemaría decía también que, él se sentía capaz de todos los errores y de todos los horrores. Y yo también, Señor, soy capaz de todo. Pero eso no me lleva a la desesperanza, sino a la confianza.
Si soy tan débil, pues más necesito de Ti. Y aquí se une la humildad y la sinceridad.
Si soy salvajemente sincero en el acompañamiento espiritual, porque no tengo recovecos en el alma, porque soy transparente, porque tengo pecho de cristal, entonces, a pesar de ser miserable, por la humildad de hablar siempre, siempre, siempre, mejor antes que después, pero si no también después, no va a pasar nada.
No habrá ni en mi vida, ni en la Tuya, una doble vida, sino una única vida hecha de carne y espíritu, y esa es la que tiene que ser en el alma y en el cuerpo, santa y llena de Dios.
MIRAR A MARÍA
Jesús, ¿soy salvajemente sincero en la confesión y en el acompañamiento espiritual? (…)
¿Me atrevo a dejar que Tú seas mi fuerza en lugar de fiarme de mí mismo? (…)
Termino mirando como siempre a Tu madre, la Virgen María. Ella fue la criatura más humilde y por eso Tú pusiste en ella Tu mirada.
«Ha mirado la humildad de su esclava»,
cantaba en el Magníficat.
Señor, enseñame a mirar a María cuando me sienta herido por mis errores. Ella nunca se puso en el centro. Siempre te señaló a Ti.
Jesús, ¿quiero de verdad aprender de Tu madre a ser humilde, a desaparecer para que sólo Tú brilles? (…)
Señor, quiero terminar con esta oración repitiendo lo que tantas veces nos enseñó san Josemaría:
«Con tu auxilio lucharé para no detenerme.
Responderé fielmente a tus invitaciones sin temor a las cuestas empinadas, ni a la monotonía del trabajo, ni a los cardos del camino.
Me consta que me asiste tu misericordia y que al final encontraré la felicidad eterna, la alegría y el amor por los siglos infinitos.
Así sea”.