LA PRESENCIA DE DIOS EN LA EUCARISTÍA
Aunque pasan los días con facilidad, con rapidez, todavía estamos cerca de la Semana Santa y tenemos muy presente los misterios que en esa semana hemos celebrado. Y hoy me parece que el Evangelio nos trae recuerdos de la Semana Santa y en concreto de ese gran regalo que Tú, Señor, nos has hecho con la Eucaristía.
Tú te has quedado en los sagrarios del mundo, vivo, con tu realidad de resucitado, y es ahí donde nos miras, nos escuchas, nos acompañas, donde podemos nosotros visitarte. Esta es una verdad contundente que distingue a nuestra fe y que aprovechamos para agradecerte.
Vamos a oír en el evangelio de hoy referencias a este regalo, como por ejemplo:
“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn 6, 54).
Yo quería que oigamos este cuentito que probablemente algunos de ustedes ya conozcan, pero que a mí me ayuda y lo voy a leer a propósito de tu presencia en la Eucaristía, Señor. Y bueno, lo leo tal como está en el libro que tengo delante:
“En cierta ocasión, qué admirable respuesta de un niño de limitada inteligencia a un sacerdote. Lo había llevado su madre para que el párroco lo admitiera aquel año a la Primera Comunión. Este se resistió al principio, pensando que el pequeño carecía del mínimo de luces para valorar qué es comulgar. La madre no se rindió; lo había preparado a conciencia, pacientemente; estaba segura de que podía. Insistió en que por favor lo sometiera a examen.
ES EL SAGRARIO…
El sacerdote le mostró al niño un Crucifijo y le dijo:
– ¿Es Jesús?
– Sí, respondió el niño.
Luego señaló al Sagrario:
– ¿Es ese Jesús?
– Sí, también es Jesús -fue la nueva respuesta.
El sacerdote pasó al ataque:
– ¡Entonces son lo mismo! ¿Son lo mismo, eh?
Y el niño mostró que sabía distinguir, porque miró al crucifijo y dijo:
– Ahí parece que está, pero no está.
Y se volvió en dirección al Sagrario y dijo:
– Ahí parece que no está, pero está.
El niño si hizo la Primera Comunión. Tenía la fe de los apóstoles, la que tuvieron en el mismo momento de la institución de la Eucaristía, en el Cenáculo, en la Última Cena y la que enseñaron los apóstoles después de la resurrección del Señor, y que la Iglesia ha enseñado siempre”.
(Julio Eugui, Mil anécdotas de virtudes)
LA PROMESA DE LA RESURRECCIÓN
Que nosotros, Señor, también tengamos una fe viva y clara como la de este niño. Cuando Tú has dicho: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” nos estás abriendo un tema muy grande delante de nosotros para que lo consideremos, te estás refiriendo a nuestra alma.
Cuando nosotros comulgamos con fe, en ese mismo momento se une nuestra alma con tanta intimidad a Ti, Señor, que de alguna manera estamos ya en el cielo.
La idea es que lo valoremos, nos demos cuenta, no nos apuremos ni en dejar la postura de estar de rodillas, ni cuando terminó la misa salir a nuestros quehaceres, sino que saboreemos lo que esto supone. Y es más, que cuando ya efectivamente nos retiremos de la Iglesia, sigamos contigo.
Señor: mientras vamos trabajando, mientras tomamos nuestros alimentos, mientras nos reímos, mientras vamos en los medios de transporte, mientras compramos o hacemos ejercicio… O sea que no nos quiten del alma ese tesoro. Tiene vida eterna. Que yo me dé cuenta, Señor, de esta consecuencia de la comunión.
Y por otro lado dices en el Evangelio de hoy:
“y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54).
Estás prometiéndonos que los que comulguemos vamos a tener esta palabra dada por ti: Tú te vas a involucrar en el fin del mundo para que resucitemos. Y esto evidentemente se refiere al cuerpo.
Ahí en el último día del mundo pues se ejecutará, pero ya desde el momento que comulgamos es bueno que nos demos cuenta que nuestro cuerpo queda tan unido al del Señor que la pasión que Tú has sufrido y el haber estado un cadáver el sábado, pues ha resucitado tu cuerpo y con esa misma fuerza Tú estás asegurándome que yo voy a resucitar contigo.
“Y yo lo resucitaré en el último día”.
VALORAR EL SAGRARIO
Por lo tanto, me parece que es hoy un día muy bonito para que comulguemos y para que seamos conscientes de lo que el Señor nos ha prometido, de lo que Tú quieres que nos pase, Señor. Y bueno, te pedimos fe.
San Josemaría nos aconsejaba que tuviéramos “piedad de niños y doctrina de teólogos” (Es Cristo que pasa, 10). Hay que estudiar para entender cada vez un poquito más nuestra fe.
Pero yo me quería fijar en la piedad de niños: este niñito del que he contado esta anécdota es para todos nosotros un referente, porque esta verdad a cada uno de nosotros nos puede decir más cosas que las que a primera vista salen cuando entramos a una iglesia y vemos el Sagrario.
Ayúdanos, Madre nuestra, a no acostumbrarnos a tener a Dios en la esquina, allá al frente, en la iglesia. No nos acostumbremos, como tú jamás te acostumbraste a tener a Dios en tu vientre y después en tu mesa, en tu casa. Ayúdanos, Madre nuestra.
Deja una respuesta