ESCUCHA LA MEDITACIÓN

Gaudete. Alegraos.

En el corazón del Adviento llega el Domingo Gaudete, un respiro luminoso en medio de la espera. La liturgia de este día nos recuerda que, incluso en nuestras sombras, existe una alegría que nada ni nadie puede apagar: la alegría de sabernos hijos de Dios. Que esta palabra —“Alegraos”— resuene dentro, y nos ayude a descubrir cómo la presencia cercana del Señor ilumina incluso lo que pesa.

Oración inicial

Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, San José mi Padre y Señor, ángel de mi guarda, interceded por mí.

Un domingo especial en el Adviento

Hoy celebramos un domingo muy especial dentro de este tiempo de Adviento.

Siempre el tercer domingo de Adviento es llamado Gaudete, el domingo de la alegría. Y sí, en medio de este tiempo de espera, de preparación, la liturgia nos da un respiro luminoso.

¿Por qué se llama Gaudete? Porque así empieza la misa:

Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito. Alegraos.

Así empieza la misa en latín: Gaudete in Domino semper. Y te lo indico.

Gaudete. Dominus enim propaest. Alegraos.

Siempre en el Señor. Porque está cerca.

La alegría que nace de la espera confiada

Y este Adviento es espera. Y es la espera confiada del que se sabe que viene alguien que nos ama. Eso produce profunda alegría: saberse amado.

La alegría no depende tanto de lo que sentimos, sino de lo que somos. Somos hijos de Dios. El que se sabe hijo de Dios siempre está alegre. Siempre puede estar alegre.

Señor, por eso hoy te quiero pedir estar siempre contento, alegre y agradecido. ¿Contento? Qué palabra tan sabrosa, qué palabra tan nuestra. Tenemos que estar contentos.

Busqué en el diccionario y dice así: estar contento es un estado de alegría, de satisfacción, que puede ser momentáneo o más profundo. Esa sensación de estar bien con la vida, porque uno sabe hacia dónde va y quién lo acompaña.

Pues hoy te quiero pedir esa sensación —ese sentido más que sensación—, ese sentido más profundo de la vida, porque me sé hijo tuyo. Hoy especialmente vamos a dejar que esa alegría nos visite.

Esa alegría que eres tú, Señor.

San Pablo: la alegría desde la cárcel

¿Y quién compuso la antífona de entrada de la misa? Nada más y nada menos que San Pablo. Esto aparece en la carta a los filipenses, en el capítulo 4:

Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, alegraos.

¿Y sabes desde dónde escribió San Pablo esto a los filipenses? Desde la cárcel. Estaba esperando la muerte. No tenía luz, no tenía libertad. Entre comillas, no tenía futuro.

Y por eso es tan impresionante, porque desde ese lugar San Pablo dice casi sus últimas palabras al mundo:

Alegraos, el Señor está cerca.

Señor, tengo que pensar esto: la alegría cristiana no depende de las circunstancias. Es luz que puede entrar en la oscuridad. No una luz que aparece cuando se va la oscuridad, no.

Es una luz que entra, que irrumpe. Por eso San Pablo puede cantar en la cárcel, gritar y escribirnos: Alegraos. Puede animar a toda la Iglesia, a todos los tiempos, desde el sufrimiento.

Porque su vida está llena de Cristo. Y cuando tú, Jesús, entras en nuestra vida, la llenas. Todo se ilumina: incluso lo que duele, incluso lo que a veces parece quitarnos la alegría.

San Juan Bautista y la alegría que salva

Y el Evangelio de hoy nos presenta a San Juan Bautista: un gigante, un hombre grande. Austero, entregado, y también con dudas.

Señor, yo no lo había meditado con calma, pero San Juan, en medio de su grandeza y teniendo fe, manda a preguntar:

¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

Yo no creo que San Juan haya dudado. Pienso que es por nosotros, por sus discípulos, que manda a preguntar. Tendría que estudiarlo mejor.

¿Y cómo respondes tú, Señor?

Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados.

¿Qué quieres decirnos con esto? Que tu salvación no llega como nosotros la imaginamos. No llega con espectáculo. Tu alegría llega con misericordia.

¿Y a quiénes? A los que más lo necesitan: los cojos, los sordos, los leprosos, los pobres.

La cárcel y la misericordia

Y hay algo que no se nos puede pasar: ¿dónde está San Juan Bautista? En la cárcel, como San Pablo. Hoy aparece la cárcel dos veces en el Evangelio. Sí, es verdad.

Y es precisamente en medio de la cárcel, en medio de las tribulaciones, donde llega la alegría, donde irrumpe la misericordia.

Cuando se van los mensajeros de Juan, Jesús se pone a hablar de él y dice:

En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él.

No ha nacido de mujer uno más grande… y sin embargo, el más pequeño es mayor que él.

Eso significa, Señor, que hoy puede haber personas en la calle, con debilidades, con cegueras interiores, con cojeras espirituales, que sean más grandes que el más grande de los profetas.

¿Por qué? Porque lo que nos hace grandes no son nuestros méritos, sino la gracia que recibimos de Jesús. El amor que recibimos de ti.

La fuente de la verdadera alegría

¿Quiénes son los más alegres? Los que reciben esa alegría de Jesús. La gracia de saberse hijos. La filiación divina.

Ahí está la clave de nuestra alegría. Dios nos ama como somos. Dios te ama así como eres.

Y por eso vienes, Señor: para sanar nuestras heridas. No a pesar de nuestras heridas, sino por nuestras heridas. Vienes por nuestras tristezas.

Vienes por los enfermos, no por los sanos. Por los pequeños, no por los grandes.

La alegría del cristiano nace del amor recibido. Del amor que recibimos de ti, Señor.

Sembradores de paz y alegría

Jesús, que se me note. Que sea muy consciente de esa alegría y que sea sembrador de paz y de alegría.

Quien lleva a Dios dentro, lo refleja: con buen humor, con alegría. Como dice el proverbio chino: el que no puede sonreír, no puede poner una tienda.

Pues, Señor, que yo venda alegría. Que yo sea sembrador de paz y de alegría.

Vamos a pedirte algo muy sencillo:

Señor, crea en mí la alegría de ser amado. La alegría de saber que tú me quieres, me esperas, me perdonas y me entiendes.

Y otra gracia más:

Señor, dame luz para transmitir esa alegría a los demás. Que la alegría cristiana no se guarde, que se contagie. Que se convierta en bondad, en paciencia, en gestos de amabilidad.

San Pablo decía: Que vuestra bondad la conozca todo el mundo. Y esa bondad nace de la alegría. El que está alegre, ilumina.

Oración final

Terminemos esta oración con un deseo: que este Domingo Gaudete nos encuentre con el corazón abierto.

Que la alegría venga, aunque a veces llegue como un susurro o a través de circunstancias que no entendemos.

Que resuene hondo en el corazón esa frase que lo cambia todo:

El Señor está cerca.

Cerca de ti.  de lo que vives. Cerca de lo que haces. y de lo que buscas. Incluso cerca  de lo que te cuesta.

Alegraos en el Señor. Os lo repito, alegraos. El Señor está cerca.

Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en este rato de oración. Te pido ayuda para ponerlos por obra.

Madre mía inmaculada, San José mi Padre y Señor, ángel de mi guardia, interceded por mí.


Citas Utilizadas

Isaías 35, 1-6a. 10
Santiago 5, 7-10
Salmo 145
Mateo 11, 2-11

Reflexiones

En el corazón del Adviento llega el Domingo Gaudete, un respiro luminoso en medio de la espera.

Predicado por:

P. Santiago

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