Nos encontramos en la sexta semana del tiempo de Pascua. Obviamente el tiempo pasa… se va acercando, cada vez más, el final de esta temporada litúrgica.
Se acerca la fiesta de Pentecostés y obviamente, la Iglesia quiere prepararnos para ese momento. Se nota que estamos llegando muy, muy, muy pronto a la fiesta del Espíritu Santo.
Y precisamente por eso, a la Iglesia quiere recoger en el evangelio de hoy ese anuncio de la venida del Espíritu Santo que Jesús describe con unas muy pocas pinceladas. Dice así el evangelio de san Juan:
“Cuando venga el Paráclito que les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí.”
(Jn 15, 26).
La primera consideración es, yo creo, de asombro. Impresionante como Dios tiene planificadas todas las cosas. Dios ha pensado en este plan de la redención hasta el más mínimo detalle.
La redención, obviamente, tiene su centralidad en Cristo. La redención que nos gana Cristo en la Cruz, que celebramos al inicio de este tiempo de Pascua. Pero el plan no es solamente un momento puntual de la historia, hace más de dos mil años, es también la compañía de Dios hasta el final de los tiempos.
Por eso, Jesús que se queda con nosotros, en la Eucaristía, también tiene pensado enviarnos al Espíritu Santo.
“Cuando venga el Paráclito que les enviaré desde el Padre, el que es el Espíritu de verdad de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí.” (cfr. Jn 15, 26).
PLAN MISERICORDIOSO
Por eso empezamos este rato de oración, no solamente con el asombro, sino con el agradecimiento. Después del agradecimiento saltamos al acto de confianza: Señor, creo firmemente que tienes todo planeado.
Que la vida, el curso de la humanidad, no es un absurdo. Que todo forma parte de un plan misericordioso, de un plan pensado hasta el más mínimo detalle. Un plan diseñado con el cariño enorme que nos tienes, con el amor infinito que tienes por cada uno de nosotros, buscando que nosotros también participemos de esa Gloria del Cielo.
Ahora, el plan es que el Espíritu Santo nos acompañe hasta el final de los tiempos y los conduzca hasta la verdad.
Fíjense, el Señor aparece diciendo el día de hoy en el evangelio, el famoso título de “Paráclito”. Ahora mismo me acuerdo -no tengo el dato exactamente- pero contaba el Papa Francisco que una vez visitando una parroquia, resulta que un niñito confundió el término “Paráclitus” con paralítico.
Entonces, obviamente, a mí que me gustan estas cosas de las palabras, de las etimologías, pues me fui a buscar, a investigar un poco. Y resulta que la palabra “Paráclito” viene del griego, el prefijo es “para” que significa “junto a”, “de parte de” y el verbo principal griego es el verbo “kalein”, que significa “llamada”.
Bueno, estoy lanzando aquí un dato que no estoy confirmando, ¿no? Pero es como el verbo to call en inglés, entonces del verbo kalein en griego, capaz sea así la etimología, ¿no?
Pero el hecho es que para kalein, es de dónde viene el sustantivo Paráclito. Que sería como llamar junto a mí o llamar junto a alguien, para que esté junto a alguien.
Y por eso, Paráclito se traduce como abogado, defensor, también se puede llamar consolador (alguien que llamo a mi lado para que esté junto a mí).
EL ESPÍRITU SANTO JUNTO A NOSOTROS
Ese es el título que Jesús le pone al Espíritu Santo. Obviamente le llama así, porque esa es gran parte de la misión que Dios ha previsto para el Espíritu Santo junto a nosotros: el consolador, el que está allí a nuestro lado, el que aboga para dar a conocer la verdad.
El Espíritu Santo es la ayuda con la que contamos y también nos sorprende el modo silencioso en el que hace las cosas. Porque, el Espíritu Santo, de las tres personas de la Santísima Trinidad, puede ser a la que menos tratamos, a la que menos le atribuimos cosas.
Pero está allí actuando de un modo eficacísimo para conducirnos a la verdad.
Hay un suceso en el que se nota claramente cómo actúa el Espíritu Santo. Vamos al evangelio de san Lucas y ese momento en el que la Virgen está visitando a su prima santa Isabel. Llega a la Casa de Zacarías y es recibida por su prima con el saludo que ya conocemos:
“Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?”
(Lc 1, 42-43).
Claro, aquí la pregunta del millón es: ¿Cómo se enteró Isabel de que María estaba encinta? Es un estando el problema, porque, bueno, capaz ya tenía su pancita la Virgen ¿no? Ya era más o menos evidente, no lo sabemos. Porque el evangelista no nos dice exactamente en cuál mes de gravidez estaba la Virgen cuando se produjo la visita.
SANTA ISABEL QUEDÓ LLENA DEL ESPÍRITU SANTO…
Lo que sí es interesante es preguntarnos, ¿cómo supo Isabel que su prima María estaba encinta del Salvador? Que es lo que refleja este saludo que le da al llegar.
“¿De dónde a mí tanto bien que venga la madre de mi Señor a visitarme?”
(Lc1, 43).
Bueno, la respuesta de este enigma es muy fácil, porque la da el mismo san Lucas al inicio de este mismo suceso, porque empieza el episodio diciendo el evangelista:
“Cuando oyó Isabel el saludo de María, el Niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo.” ( Lc 1, 41).
Esa es la respuesta. ¿Cómo supo santa Isabel que su prima estaba encinta del Salvador? Bueno, porque quedó llena del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo le hizo conocer todo esto sin que María se lo dijera. Porque el Espíritu Santo es como también se le conoce nuestro santificador, el que concede al alma esa facilidad para apreciar las cosas de Dios.
Y esto es el plan que Jesús tiene para nosotros y por eso nos dice, les voy a enviar al Espíritu de la verdad, Él dará testimonio de mí. Testimonio, también, porque demuestra, enseña, apunta hacia Jesús.
El Espíritu Santo es nuestro santificador y la santidad tiene muchísimo que ver con el ir desarrollando, con la ayuda de la gracia, esa sensibilidad, esa finura de alma, esa rapidez con la que reaccionamos ante las cosas de Dios.
Obviamente, Dios que quiere que lleguemos al cielo, nos brinda esta ayuda de Dios, Espíritu Santo, para alcanzar esa finura de alma.
Yo creo que podemos aprovechar, ahora, este rato de oración, para pedirle (ahora que nos preparamos para la fiesta de Pentecostés) al Espíritu Santo que nos dé cada vez más finura de alma, más sensibilidad para reconocer las cosas de Dios, mayor velocidad para decir: – Claro, esto es de Dios.
A mí me da risa, porque yo como sacerdote, la verdad es que escucho bastantes anécdotas de sucesos así también extraordinarios, de milagros que suceden cotidianamente a personas que me dicen: -Padre, no sabes lo que me pasó…
Entonces, una historia más asombrosa que otra. La mayoría las anoto y las cuento, a veces, en las meditaciones, en las homilías. Anoto todo, porque básicamente a mí no me pasa absolutamente nada, toda mi vida es sumamente normal.
EL ESPÍRITU SANTO ESTÁ A NUESTRO LADO
Pero, en todo caso, incluso cuando uno tiene una vida muy normal, uno puede pedirle al Señor: – Señor, concédeme la finura de sentidos para poder reconocerte. Sin necesidad de que nos pasen cosas extraordinarias. Ayúdame, Señor a verte, por ejemplo, detrás de cada persona. A verte detrás de cada suceso, sucesos felices, sucesos tristes. Ayúdame, Señor, a verte detrás de lo cotidiano.
Es verdad que gente que tiene eso, una facilidad para que le pasen cosas asombrosas, hay gente que no. Pero en uno y en otro caso, el Espíritu Santo está a nuestro lado, es el Paráclito el que llamamos, a que esté a nuestro lado. Para que nos haga descubrir a Dios detrás de cada suceso, de cada persona, de cada cosa, de lo sin brillo.
Yo creo que eso es un modo muy bueno para prepararnos para Pentecostés. El Señor capaz querrá que se produzca en un momento un Pentecostés así espectacular como el de hace tantos siglos, ¿no? Las lenguas de fuego, el viento que sopla, el milagro de las lenguas.
Pero, tal vez, deberíamos pedirle también al Espíritu Santo que, en la normalidad, también sepamos reconocer a Dios. En la mortificación, en los sucesos sin mayor brillo, sin mayor importancia, allí está Dios, que juega a las escondidas con sus hijos.
Y si por culpa del pecado, por culpa de nuestra torpeza, no somos capaces de reconocerle tan fácilmente, nuestra santificación va a costar mucho más.
Bueno, se nos fue el rato de oración, pero en todo caso aprovechamos para pedirle el Espíritu Santo: Ven a nuestras almas. Que nuestros nosotros cuidemos nuestro cuerpo, que es también templo del Espíritu Santo.
Le pedimos también nuevamente, Señor, concédenos esa rapidez que sólo nos puede dar el Espíritu Santo, para decir en todo momento: -Claro, es el Señor.
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