“¡Ay de ti si haces tal cosa!”
Una amenaza clara. La advertencia la dirigen a ese del que se pueden leer sus intenciones. Una mamá que se lo repite a su hijo. Las versiones son distintas. Porque en mi casa era: “¡Cuidadito y haces…!”
Claro que normalmente iba tu nombre completo, como sólo lo saben decir las mamás cuando regañan: “¡Federico Guillermo!” Creo que es una experiencia común.
Pero bueno. A lo que voy es que la advertencia o amenaza era clara. Y daba miedo…
Si eso nos pasaba de pequeños con nuestras mamás, imagínate que el mismo Dios te dirija esas palabras.
Eso es lo que vemos en el evangelio. Jesús dice:
«¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero han abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro»
(Mt 23, 23).
Se han olvidado de lo más importante: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Pienso que podríamos resumirlo diciendo que se les había olvidado el amor. Porque en el amor se resumen la ley y los profetas.
Ellos cumplían un montón de preceptos y lo hacían sin corazón, un poco sin sentido. Era cumplir por cumplir.
NO BASTA SÓLO CON CUMPLIR
Esto me recordaba de lo que contaba un párroco:
“En un encuentro con chicos y chicas adolescentes, al catequista se le ocurrió realizar un juego (…) en el juego aquel se subastaban “valores” (…) A cada chico se le daba un dinero imaginario, que debían gastar en valores como “amistad”, “sinceridad”, “perdón”, “amor” … Yo, que estaba de observador estupefacto, reparé en una chica que no había gastado nada de lo que tenía… Hasta que salió a subasta el “amor”.
Poseída de un frenesí digno sin duda de mejor causa, se levantó de la silla con el rostro enrojecido y ofreció todo lo que poseía por aquel “valor”. Omito mis meditaciones al respecto.
Al día siguiente, segundos antes de celebrar la Eucaristía, cuando íbamos a entrar en la capilla, reparé en que esta misma chica estaba mascando chicle. Le pedí entonces que, por respeto al Señor y al Santo Sacrificio, tirase el chicle antes de entrar en el lugar sagrado.
Sólo con una mueca de gran contrariedad y como quien realiza un enorme esfuerzo, después de haberle insistido, escupió de mala gana aquel chicle. Y yo me quedé pensando qué le habrían enseñado a esta chica que se esconde tras aquella palabra por la que estaba dispuesta a todo la noche anterior”
(La resurrección del Señor, José-Fernando Rey Ballesteros).
Pues algo así le pasaba a los escribas y fariseos. Cumplían y, según ellos, ya con eso bastaba. Se habían olvidado de que el cumplimiento de tantas cosas sólo tenía valor si se hacía por amor a Yahveh.
Pero no les bastaba con eso, sino que exigían a todos los demás hacer lo mismo que ellos y al más pequeño fallo juzgaban con dureza.
Por eso, Jesús, prosigues:
«¡Guías ciegos, que cuelan un mosquito y se tragan un camello!
¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de rapiña y de inmundicia! ¡Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera!»
(Mt 23, 24-26)
O sea: apariencia. Sólo tienen apariencia. Hacen cosas vacías de contenido. Lo que quieren es dar la apariencia, que los miren, dar una impresión.
Ojo, que eso no es defecto exclusivo de los fariseos. Puede ser tuyo y mío también. Eres cristiano, pero cuántas veces lo somos sólo de apariencia. Pues resulta que las cosas que hacemos también desdicen de nuestro ser cristianos.
SAN GREGORIO DE NISA
En los primeros siglos del cristianismo san Gregorio de Nisa (Padre de la Iglesia) se lo advertía a su feligreses, ilustrándolo con el siguiente relato:
“Cuentan que en la ciudad de Alejandría un titiritero había domesticado a una mona para que danzase. Aprovechando su facilidad para adoptar las poses de la danza, le puso una máscara de danzante y la vistió con un vestido apropiado. Habiéndola hecho acompañar de un coro, se hizo famoso con la mona, que se contoneaba conforme al ritmo de la melodía.
La mona ocultaba su naturaleza en todo lo que hacía y parecía hacer. El teatro estaba sorprendido por la novedad del espectáculo; pero había un niño más astuto, que mostró a los que estaban boquiabiertos ante el espectáculo que la mona no era más que una mona.
Cuentan que mientras los demás aclamaban y aplaudían la agilidad de la mona, que se movía rítmicamente conforme al canto y a la melodía, él arrojó sobre la orquesta golosinas de esas que excitan la glotonería de estos animales.
Cuando la mona vio las almendras esparcidas delante del coro, sin pensarlo más, olvidada enteramente de la orquesta, de los aplausos y de los adornos de la vestimenta, corrió hacia ellas, cogió con las palmas de las manos todas las que encontró y, para que la máscara no estorbase a la boca, se quitó con las uñas apresuradamente la engañosa apariencia que la revestía, de forma que, en vez de admiración y elogios, provocó la risa de los que la miraban, puesto que, bajo los restos del disfraz, aparecía risible y ridícula.
Para ser tenida como humana, no le fue suficiente a la mona la falsa apariencia, pues su verdadera naturaleza se descubrió en su glotonería de esas chucherías. Así también serán descubiertos por las chucherías del diablo aquellos que no conformen realmente su naturaleza a la fe, ya que son una cosa distinta de lo que profesan”
(San Gregorio de Nisa, Sobre la vocación cristiana).
No van a alcanzar nada los que son pura fachada, como los fariseos, son igual o peor que cualquiera.
EL CRISTIANO DEBE VIVIR LO QUE PROFESA
Estaba viviendo en Zaragoza, España, los primeros meses después de haberme ordenado sacerdote. Me trasladaba en tranvía de un lugar a otro. Siempre es interesante el transporte público porque te encuentras con todo tipo de personajes.
Me causó mucha gracia cómo la noche de Halloween muchos iban disfrazados. Y así, disfrazado, entró un niño con su mamá. Se quedaron de pie al lado de otra señora que empujaba un coche de bebé.
El disfrazado empezó a examinar el coche y al bebé que estaba dentro. Fue entonces que empezó a señalarlo y a decir: “¡un pequeñajo!”. Su mamá, avergonzada, le preguntó “¿y tú que eres?” a lo que su hijo respondió con el pecho hinchado: “un niño”.
Juzgar… señalar, tachar. ¡Qué vergüenza!
Nosotros, lo que profesamos tiene que ser realmente lo que vivimos. El ser cristiano tiene un peso y toca, sobre todo, el corazón.
“Nunca tuvisteis envidia de nadie y así lo habéis enseñado a los demás. Lo que yo ahora deseo es que lo que enseñéis y mandéis a otros lo mantengáis con firmeza y lo practiquéis en esta ocasión.
Lo único que para mí habéis de pedir es que tenga fortaleza interior y exterior, para que no sólo hable, sino que esté también interiormente decidido, a fin de que sea cristiano no sólo de nombre, sino también de hecho.
Si me porto como cristiano, tendré también derecho a este nombre y, entonces, seré de verdad fiel a Cristo, cuando haya desaparecido ya del mundo.
Nada es bueno sólo por lo que aparece al exterior. El mismo Jesucristo, nuestro Dios, ahora que está con su Padre, es cuando mejor se manifiesta. Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma”
(Carta de san Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, a los romanos).
Le podemos pedir a Jesús: “Señor, yo te pido esto” y te pido a ti, Madre mía, que le pidas a tu Hijo, para mí, grandeza de alma. Que yo no sea cristiano sólo de nombre.