Viernes Santo. Hoy la Iglesia nos invita, dentro del Triduo Pascual, a celebrar la Pasión del Señor. Aunque suene un poco contradictorio pero es así, celebrar… celebrar la Pasión. Pero es que la Cruz, a partir de Ti, Jesús, pasó de ser un patíbulo -o sea un lugar de castigo- a ser trono triunfador, un lugar de victoria. San Juan Crisóstomo, uno de los santos de los primeros siglos de la Iglesia, nos dice:
“¿Te das cuenta, qué victoria tan admirable? (…) Entérate cómo ha sido conseguida esta victoria y te admirarás más aún. Pues Cristo venció al diablo valiéndose de aquello mismo con que el diablo había vencido antes y lo derrotó con las mismas armas que él había antes utilizado. Escucha de qué modo.
Una virgen, un madero y la muerte fueron el signo de nuestra derrota. Eva era virgen, […]; el madero era un árbol; la muerte, el castigo de Adán. Más he aquí que de nuevo una Virgen, un madero y la muerte, antes signo de derrota, se convierten ahora en signo de victoria. En lugar de Eva está María; en lugar del árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol de la Cruz; en lugar de la muerte de Adán, la muerte de Cristo”
(Homilias de San Juan Crisóstomo, Liturgia de las Horas).
“Hoy, Jesús, celebramos tu victoria sobre el pecado y la muerte”. Pero hay que ver el cómo, el camino por el que se consigue esta victoria. La Iglesia, en la ceremonia que se celebra hoy -que tú podrás ver si vas a la iglesia- nos muestra la Cruz y nos anima a adorarla porque ese es el camino de victoria.
Y nosotros volteamos a ver la Cruz… Cristo ha sido clavado y levantado en la cruz -lo había anunciado, se lo había advertido a sus apóstoles, a ti, a mí también- pero eso no quita lo doloroso de verle así; no quita ni una pizca de la rabia, la incomprensión, la impotencia, la tristeza… Todo eso se agolpa en el corazón de los amigos de Jesús, también en el tuyo y en el mío.
EL AMOR MÁS GRANDE
En la última escena, pocas horas antes de entregar su vida, Jesús había abierto su corazón a los apóstoles y les había dicho:
«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»
(Jn 15, 13).
La Cruz es eso: es el lugar de la mayor manifestación del Amor y es en esta escena donde resalta con fuerza, junto a María y a las santas mujeres, la figura del apóstol Juan.
Decía San Josemaría:
“A la hora de la verdad huirán todos, menos Juan que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte”
(Es Cristo que pasa, 2).
Podemos imaginar cómo a Jesús en la cruz, le emocionaría ver al discípulo joven que en la cena se había apoyado en su pecho.
Quizá para Él no era una sorpresa encontrarse a su Madre; de una manera o de otra ella siempre había permanecido a su lado -una madre siempre sostiene a su hijo. Pero junto a ella, la mirada del Señor descubre a un amigo: Juan. En medio de la angustia de aquella hora, sus ojos se encuentran.
¡Qué gozo tan enorme debió producir en el corazón del Señor! Pues hoy queremos que se emocione también viéndonos a nosotros, a ti y a mí. Desde la Cruz, Jesús nos mira y sentimos como si nos repite al oído esas palabras que ahora van cobrando todavía más sentido:
«Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga»
(Mt 16, 24).
Seguir al Maestro pasa siempre por la cruz. Desde la cruz Jesús te mira y te interroga si quieres permanecer fiel junto a Él; si tomarás el camino que te propone. No te engaña: ese camino pasa por el Calvario.
Y Jesús, nosotros te decimos que sí queremos. La verdad es que lo decimos con la boca pequeña, porque nos cuesta decirlo. Pero te decimos que sí, que queremos quererte con ese amor como el de Juan, que es fuerte como la muerte.
Y que te queremos dar una alegría, un consuelo, estando a los pies de tu Cruz, donde Tú nos puedes ver cerca, cerca para que nos alcance tu mirada. Y pensamos que tal vez a nosotros nos supone un dolor, una dificultad, un atrevimiento, pero la verdad es que al único al que le ha costado es a Jesús.
San Juan Crisóstomo también lo explicaba, decía:
“¿Has entendido el modo y significado de esta victoria? Entérate ahora cómo esta victoria fue lograda sin esfuerzo ni sudor por nuestra parte. Nosotros no tuvimos que ensangrentar nuestras armas, ni resistir en la batalla, ni recibir heridas, ni tan siquiera vimos la batalla y, con todo, obtuvimos la victoria; fue el Señor quien luchó y nosotros quienes hemos sido coronados”
(Homilías de San Juan Crisóstomo, Liturgia de las Horas).
Lo hemos recibido todo. Pero a nosotros ahora nos toca cargar voluntariamente y con buena cara nuestra cruz. Y nos da un poco de miedo, porque dan ganas de escabullirse -es que la llamada de Cristo en la cruz se hace dura, sobre todo si uno mira alrededor, porque parece la llamada del mayor de los fracasados.
¿El que había anunciado? La llegada del Reino de Dios sufre el peor de los tormentos. Él, que anunció una ley nueva del amor, ahora es víctima de ese arranque de odio ciego y salvaje. Todo parece perdido. Dan ganas de salir corriendo.
Nos asusta, te asusta a ti, a mí, la visión de Cristo colgado del madero y de eso que parece que hay un poder que se vuelve contra Dios y que parece arrastrarlo todo, pero la única esperanza está ahí en la Cruz. En medio de esto que parece un incendio, se alza como lo único a lo que agarrarse y eso es lo que tenemos que hacer: aferrarnos a la cruz.
«Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga»
(Mt 16, 24).
“Jesús, qué duras y difíciles se hacen estas palabras porque lo que nos sale es apartar la cruz, huir de todo lo que significa sufrimiento, dolor o renuncia; y, sin embargo, lo que nos pides es abrazar la cruz. Para compartir contigo la vida hay que compartir la muerte, hay que pasar por la cruz”.
Bueno, a ti y a mí que no nos dé vergüenza sentir miedo o rechazo -les pasó a los discípulos y corrieron lejos, llenos de miedo y de confusión. Al pie de la cruz solo están María, algunas mujeres y san Juan. Pero que nosotros queramos aprender de los errores de los apóstoles y de los discípulos y que queramos aprender de la valentía de Maria, de las mujeres y de san Juan. Que estemos allí, pero que tomemos fuerza, fuerza de esa victoria. Que nos demos cuenta que la Cruz de Jesús hace sagradas nuestras cruces.
Acerquémonos, acerquémonos y hoy, viendo a Cristo crucificado en el Calvario, pienso que bien podríamos terminar estos diez minutos con Jesús, poniendo en nuestros labios aquellas palabras de Gabriela Mistral, poetisa, una oración que ella le dedicó al Cristo del Calvario que dice así:
“En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz ha alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.
Amén”
(Oración al Cristo del Calvario).
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