ESCUCHA LA MEDITACIÓN

ABRE TU PUERTA

“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”. Aunque nuestros pecados y miserias se levanten como una montaña imposible de escalar, nada está perdido.

Jesús, te escuchamos decirnos hoy en el Evangelio:

«Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso, no juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados, den y se les dará»

(Lc 6, 36-38).

Y al escucharte, nos damos cuenta que nos propones todo un programa de vida -¡que choca!-, al menos un poco con nuestra forma de reaccionar: ¿Qué me pasa? Que viene algo y reacciono como si por ejemplo: cuando me pica un mosquito, casi instintivamente es que reaccionamos ¡y lo intentamos matar! Y no sé,  como si tendemos a reaccionar con el desquite, con el ojo por ojo y diente por diente…

Entonces, me miró mal o me hizo caras o no me dirigió la palabra una persona y entonces ¡yo también! O alguien me hizo una mala pasada y pensamos: ¡pues ya se va a enterar! Es más, a veces nos enredamos en las intenciones de los otros… olvidándonos que sólo Dios lee en los corazones. La cuestión es: ¡hay que voltear  a ver a Dios! porque nosotros, respecto a Dios, no somos superiores, -por supuesto- tampoco somos iguales, ¡somos inferiores! Pero Dios, con nosotros, no se desquita, no ajusta cuentas, es más…  ¡se encarna!

Por eso cuando el Papa Francisco convocó el Año de la Misericordia, en ese escrito, en la Bula: “Misericordiae  Vultus decía:

“Jesucristo es el rostro de la Misericordia del Padre”

(Misericordiae Vultus, Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, Papa Francisco).

Cuando yo veo a Jesús, me doy cuenta de cómo es Dios Padre conmigo, porque teniendo el remedio de mis flaquezas, las flaquezas con las que yo le ofendo.

Dios nos lo da en abundancia, no se hace el de la mano pequeña,

«nos da una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante”

(Lc 6, 38),

-como dice el Evangelio hoy-.

COMPARTIR LO BUENO QUE TENEMOS

Me acordaba de lo que relataba un médico en la India -lo contaba de otro médico-,  decía él:

Cuando era niño vivía en Bombay, India, el famoso médico Dr. Nau Rajhi. Este señor tenía fama como médico y atendía mayormente a la gente de buenas circunstancias económicas; ‘corría el rumor’ de que este médico tenía una medicina para curar la lepra y que había curado algunos pacientes entre los más acomodados de la ciudad. Cuando los otros médicos de la ciudad indagaron en cuanto al método que este médico usaba, éste no les dió ninguna respuesta, solamente afirmaba que él tenía un hijo que iba a ser médico y que iba a compartir sus conocimientos con él”.

Y resulta que un día, hubo un accidente en las calles y cuando llegó la ambulancia la víctima ya estaba muerta: era el doctor Nau Rajhi ¡y su secreto había muerto con él!

mi misericordia

¡Qué contraste! En cambio, con los santos, aquellos que se han parecido a Jesús, por eso son santos: la santa Madre Teresa, que hasta el final de su vida -ya con la salud bastante mala-, se levantaba a las cuatro de la madrugada y trabajaba hasta después de la medianoche, ¡más de 20 horas diarias! dedicadas a los pobres, que para ella, según sus propias palabras y la cito, decía:

“Son Jesús que se esconde ahí. En los no queridos, en los no amados, en los no atendidos, en los atacados por el sida, en los leprosos, en los enfermos mentales, ¡servimos a Jesús en los pobres! Es a Él a quien cuidamos, visitamos, vestimos, alimentamos y confortamos. Cuando atendemos a los pobres, a los desheredados, a los enfermos, a los huérfanos, a los moribundos, ¡todo! todo lo que hacemos: nuestra oración, nuestro trabajo, nuestro sufrimiento… ¡Es por Jesús! Nuestra vida no tiene otra razón de ser, otra motivación”

(Santa Madre Teresa de Calcuta).

En lugar de guardarse lo que de bueno tiene, lo que hace es compartirlo y poner remedio a lo de los otros. Es más, una de las primeras obras de caridad que montó fue un leprosorio. Lo que la Madre Teresa hacía eran obras de misericordia. Es tratar a los demás como nos ha tratado Dios a nosotros. Es tratar a Dios a través de los demás, dándonos cuenta que Él ha hecho mucho más por nosotros.

Jesucristo es el rostro de la Misericordia del Padre y por eso podemos estar convencidos, nos auxilia, nos ayuda, nos quiere.

San Josemaría escribe:

“Si yo fuera leproso, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas”. Pues, ¿y la Virgen Santísima? Al sentir que tenemos lepra, que estamos llagados, hemos de gritar: ¡Madre! Y la protección de nuestra Madre es como un beso en las heridas, que nos alcanza la curación”

(Forja p. 190, San Josemaría Escrivá).

Esto se me venía a la cabeza porque pensaba: ¡Mi pecado es mi lepra! Mi pecado es mi lepra y Dios se vuelca conmigo.

El Papa en esa misma bula decía:

“Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón”.

¡La Misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona! Y es que esto lo palpamos incluso en nuestras propias vidas.

MISERIA CORDA

San Josemaría decía que la historia del Opus Dei era la historia de la Misericordia de Dios y creo que todos podríamos voltear a ver nuestra vida a medida que vamos cumpliendo años y decir lo mismo: Mi historia es una historia de la Misericordia de Dios. Gracias Jesús por actuar así conmigo, ¡que yo aprenda!

Dicen que la palabra misericordia está compuesta por miseria y corda: -de corazón- que significa: llevar en mi corazón las miserias del otro. Y eso es lo que hace Dios con nosotros y lo que quiere que le dejemos hacer.

mi misericordia

A Santa Faustina Kowalska, que es esta que recibió las revelaciones del Corazón Misericordioso, le decía -y ella lo anotó-:

“Dile a las almas que no pongan obstáculos en sus propios corazones a mi Misericordia, que desea muchísimo obrar en ellos, mi Misericordia actúa en todos los corazones que le abren su puerta, tanto el pecador como el justo, necesitan mi Misericordia”.  

Nada está perdido, aunque nuestros pecados y miserias se levanten como una montaña imposible de escalar o como un peso inaguantable ¡nada está perdido! Dios, Jesús, ve eso, ve mis llagas y ve mi lepra -que es mi pecado- y lo que hace es ¡besarlo! Que la conciencia de la Misericordia de Dios con nosotros nos lleve a ser misericordiosos con los demás.

Ahora en Cuaresma, tengamos presentes aquellas palabras de la Escritura, que Tú, Jesús, nos recordaste:

«Misericordia quiero y no sacrificios”

(Mt 9, 13).

Que no quiere decir que dejemos de ofrecer pequeñas mortificaciones, pero sí, que no nos olvidemos que las mortificaciones o la penitencia no valen si no van acompañadas -o incluso podríamos decir precedidas- de la misericordia con los que nos rodean: no juzgar, no condenar, no guardar sólo para mí, volcarme en los demás. Cristo se mantiene cerca de nosotros para conducirnos a la casa del Padre, a pesar de nuestros pecados y defectos.

Ahí tenemos la medida, volteamos a ver a Dios Padre, sintámonos acompañados por Jesús y entendamos el Evangelio de hoy. Esa es la medida y yo así tengo que ser: ¡ misericordioso! Y por supuesto, agradezcamos a Dios que Él sea así con nosotros. Ojalá sepamos agradecerle: imitándole.

Para eso acudimos a nuestra Madre, que en las letanías del rosario, le llamamos Madre de Misericordia y le pedimos: ¡Madre, ruega por nosotros!


Citas Utilizadas

Dn 9, 4b-10

Sal 78

Lc 6, 36-38

Mt 9, 13

San Josemaría, Forja 190

Reflexiones

Señor, que no  pongamos obstáculos y tengamos abierta la puerta de nuestro corazón para dejar actuar tu Misericordia. 

¡Madre de la Misericordia, ruega por nosotros!

Predicado por:

P. Federico

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