«Vengan, oigan, los que temen al Señor Dios y les contaré las maravillas del Señor en mi alma»
(Sal 66, 16).
Eso es lo que leemos en la antífona de entrada de la misa de la visitación de la santísima Virgen María.
«Les contaré las maravillas que el Señor ha hecho en mi alma».
Y nos acordamos poco después de la Anunciación; o sea, de la visitación del arcángel san Gabriel a nuestra Señora. Se fue ella a visitar a su pariente Isabel, que vivía en la región montañosa de Judea a cuatro o cinco jornadas de camino. Dice san Lucas que:
«Por aquellos días María se levantó y marchó de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá»
(Lc 1, 39).
Al conocer, por medio del ángel, el estado de Isabel que estaba ya de seis meses, movida por la caridad se apresura a ir a ayudarla en las necesidades normales de la casa. Nadie la obliga. Dios, a través del ángel, no le ha exigido nada en ese sentido e Isabel tampoco ha solicitado su ayuda. Sin embargo, María no puede permanecer en su propia casa, tiene como algo que le remueve. No se queda a preparar simplemente la llegada de su Hijo, el Mesías, sino que se pone en camino cum festinatione; o sea, con una alegre prontitud, con un gozo inefable para prestar sus servicios sencillos a su prima.
Nosotros la acompañamos por aquellos caminos en nuestra oración y le decimos con las palabras que leemos en la primera lectura de la misa,
«¡Exulta, hija de Sion, alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén! El Señor, Dios, el fuerte está en medio de ti, Él te salvará, te gozará sobre ti con alegría. Y se regocijará sobre ti con júbilo eterno»
(Sof 3, 14-17).
Es fácil imaginar el inmenso gozo que llevaba a nuestra Madre a moverse, eso que estaba en su corazón, ese deseo grande de comunicar la alegría.
ISABEL QUEDÓ TRANSFORMADA
Cuando tú tienes una alegría, la que sea, tienes como ganas de decírselo a alguien. Esas sonrisas no pueden quedar en tu interior. Es importante que salga.
«Mira también Isabel, su prima, ha concebido un hijo»
(Lc 1, 36),
le había dicho el Arcángel y según este testimonio expreso, se trataba de una concepción prodigiosa y estaba relacionada, de algún modo, también con el Mesías que iba a venir.
Después de ese largo viaje, nuestra Señora entró en casa de Zacarías y saludó a su pariente y nos dice de nuevo san Lucas:
«En cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo»
(Lc 1, 41).
Y es que no sólo Isabel, aquella casa quedó transformada por la presencia de Jesús y de María. Ese saludo fue eficaz en cuanto llenó a Isabel del Espíritu Santo, es lo que nos dice también san Lucas.
“Con su lengua, mediante la profecía hizo brotar en su prima, como de una fuente, un río de dones divinos. En efecto, allí donde la llena de gracia entra, todo queda colmado de alegría”.
Este texto es de un autor antiquísimo y a mí me llama la atención, porque ya refleja ese amor tan grande a la Virgen María que nosotros también tenemos que tener.
¿Cómo sería esa mirada de la Virgen que le dirigió a su prima santa Isabel? Y nos dice este mismo, que se llama: Pseudo Gregorio Taumaturgo (imagínate, ése nunca lo había leído yo antes), que:
“la Virgen María habría visto a su prima santa Isabel con una alegría que la transformaba”.
Este prodigio que hace Jesús a través de María, la asocia desde los comienzos a la Redención y a la alegría que Cristo trae al mundo.
LA ACTITUD DE SERVICIO HUMILDE DE MARÍA
Señor, gracias por permitirnos conocer estos detalles de tu vida íntima.
Cuando uno quiere a alguien, le interesan todos sus detalles y más esos que han sido eminentemente importantes en su vida. Yo creo que con la Virgen María nos pasa esto, conocemos la Anunciación -que es algo importantísimo en su vida, en su vocación- y conocemos la Visitación cuando ve a su prima santa Isabel y abre su corazón en el Magníficat, que es una oración tan hermosa.
La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta esa faceta de la vida interior de María, su actitud de servicio humilde, de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad. Y este suceso que contemplamos en el segundo misterio del santísimo rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre, sencilla, a quienes nos rodean.
Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que se desborda cuando conocemos al Señor y que nos lleva también a darnos a los demás.
Esa gran oración que se llama el Magníficat y que salió del corazón de la Virgen, a la llegada de nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, le dirá,
«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre»,
que es lo que decimos en el Ave María. Y luego, añade otra cosa:
«¿Dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno»
(Lc 1, 42-44),
dice santa Isabel.
Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es bendito por los siglos.
PRONUNCIAR CON GOZO EL AVE MARÍA
Cuántas veces hemos repetido a nosotros estas palabras al recitar el Ave María:
«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre».
¿Las pronunciamos con el mismo gozo que lo hizo Isabel?
Cuántas veces puede, esta consideración, servirnos para hacerlo como una jaculatoria que nos una a nuestra Madre del Cielo mientras trabajamos, vamos caminando por la calle o contemplamos una imagen suya.
María y Jesús siempre estarán juntos y los mayores prodigios de Jesús serán realizados, como en este caso, en íntima unión con su Madre, medianera de todas las gracias.
“Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación (se lee en un documento del Concilio Vaticano II), se manifiesta en el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte”.
Por lo tanto, la Virgen María tendrá esa apertura en el Magníficat, que es la manifestación más pura de su íntimo secreto revelado por el ángel.
MAGNÍFICAT
No hay en ese canto rebuscamiento ni cosas artificiales. Estas palabras que salen de su alma son el espejo de nuestra Señora, que es un alma llena de grandeza y tan cercana a su Creador. Por eso comienza así:
«Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador».
Y es que, junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía, porque dirá:
«desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones».
Y eso lo hemos visto desde los tiempos más antiguos. La bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acudimos todos en los peligros y necesidades, en todas nuestras oraciones.
«Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el que es Todopoderoso»
(Lc 1, 46-49).
Nuestra Madre no se distinguió por hechos prodigiosos. No conocemos por el Evangelio que haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra. Pocas, muy pocas, son las palabras que de ella hemos conservado en el texto inspirado en el Evangelio.
Hemos trabajado todo este mes de mayo acudiendo a ti, Madre y ahora que estamos terminando esta jornada, queremos seguir muy pegados a ti, que nuestra alma dé verdaderamente gloria a Dios, que te llevemos a todas partes.
Oh, Madre, que sea la nuestra, como la tuya, la alegría siempre de estar con tu Hijo, Jesús.
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